Las playas de «El Porvenir» – Coveñas

Por: Médico Roberto López Campo (Foto)
Neumólogo – Ex integrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Hoy he vuelto a esta tierra bendita que me vio nacer donde, por vez primera, lancé mi angustioso llanto cuando inicié mi recorrido por la vida. No es el mismo sitio, pero la cercanía del mar me lo recuerda.

Reposando frente al mar inmenso contemplo extasiado la línea horizontal que, allá a los lejos, parece separarlo del cielo azul y blanco, cuyas nubes parecen no moverse. Hace poco viento. Es un viento suave que refresca el ambiente en el silencio de la tarde. Sólo el insistente golpe de las olas, acariciando las blancas arenas de la playa, rompe este silencio, que disfruto en esta tarde del mes de julio.

No hay amago de lluvia y el bochorno del medio día se ha atenuado con la brisa, que hace danzar, con sutileza, las hojas del almendro bajo el cual reposo.

Hay poca gente circulando por la playa. Las vacaciones de mitad del año han finalizado y ello permite que pueda disfrutar de esta soledad, acompañado de una obra de Neruda, el poeta del amor, de la denuncia de las penas y angustias de su amado pueblo y, por qué no, de una América oprimida por las botas de los militares. El golpeteo constante de las olas, que en espumas blancas se diluyen en la arena, llega a mis oídos con un rumor de paz, muy lejos del estruendo de los cañones y las balas asesinas que han teñido de púrpura los caminos de la Patria.

La calidez de las gentes que habitan las orillas del Caribe es maravillosa. Siempre atentas, siempre cordiales, es un claro ejemplo de la filosofía de vida para vivir en paz.

Jóvenes, mujeres y hombres, ofrecen sus baratijas a los habitantes de la casa: collares multicolores de falsas perlas y rubíes, enlazados por las manos delicadas de esos artesanos, se ofrecen con frecuencia durante el día.

De piel oscura, tostada por el ardiente sol del trópico, los vendedores de cachivaches, caracoles de colores brillantes y frutos del mar, deambulan por las playas ofreciendo sus productos, que irán a deleitar los gustos de los paseantes, que han venido desde la montaña en plan de descanso.

Es un grupo de gentes que ha llegado desde la ciudad para tomarse un corto reposo en las playas del océano inmenso, que hoy luce apacible, de un tono azul grisáceo. No hay olas inmensas que hagan temer a los turistas que lo visitan. No hay tumulto de gente que evite el reposo del visitante. No se escucha el trepidar de los motores de automóviles o buses que circulan, muy raudos, por cercanas avenidas.

El escandaloso rugir de los equipos de sonido está ausente en este sitio. Sólo el rumor de las olas al morir en la playa, llega a mis oídos con una sensación musical.

A lo lejos, las siluetas difusas de dos pescadores, que en un rústico bote de madera tratan de extraer del mar el alimento paras sus familias. Tal vez obtengan buena pesca; tal vez no. Son muchas horas de paciencia, de larga espera, en procura de que los ágiles peces se engañen con la carnada.

El bote, que a la distancia parece el pequeño juguete con el cual disfrutaba durante mi niñez, se balancea lentamente por el impulso de las olas. Los pescadores permanecen imperturbables en espera de que la cuerda se temple ante la presencia de un incauto pez, que llevado por la curiosidad ha mordido la carnada. Será el pago justo a su constancia, a su paciencia, luego de permanecer varias horas en el océano.

Se ha hecho tarde. Ahora reposo, debajo de un frondoso almendro observando la puesta del sol por el horizonte, llenando de colores el firmamento. Ya en el ocaso, el astro se convierte en un disco de un rojo anaranjado.

Con mi vieja cámara Cannon sigo el curso del astro sol, que parece descender hacia las profundidades de lo desconocido.

Cómo anhelé que ese hermoso espectáculo se prolongara por más tiempo para impregnar mi memoria de colores, pero el tiempo no existe. Ahora es pasado lo que poco antes fue presente y lo mutable de la vida y el perpetuo movimiento del universo sólo nos muestra por un instante sus fugaces imágenes, que en muchas ocasiones pasan inadvertidas ante nuestros ojos.

El mar está calmado. Sólo se escucha el rumor de las olas, que delicadamente se deshacen en la playa, formando rizos blanquecinos, que muy pronto desaparecen ante mi vista. Un aroma de mar, de conchas y caracolas perfuma el ambiente, recordándome pasajes de mi niñez cuando en las tardes domingueras nos llevaba mi madre, a mí y a mis hermanos, a las playas abiertas de mi poblado. Era un mar agitado, cuyas olas como crestas indomables nos causaban un poco de temor y nos obligaba a permanecer en las orillas construyendo castillos de arena, que pronto veíamos derrumbarse ante la fuerza del oleaje. Así, nuestros sueños medievales se esfumaban ante nuestros ojos, cuando las olas los arrastraban mar adentro.

Temerosos, muchas veces permanecíamos en la playa hurgando la arena húmeda en busca de pequeñas almejas, que descubiertas por las olas ahora buscaban ocultarse de los bañistas.

Cuando la pesca nos era favorable, retornábamos a casa con la mochila llena de almejas de variados tamaños y colores.

¡Cómo nos complacía el sabor que le daban esos seres al arroz que preparaba mi madre!

La casa se llenaba de un aroma agradable, que deleitaba, aún antes de consumir el platillo.

Es medio día y el sol calienta impetuoso, mas la brisa marina amaina su fogaje, meciendo con cadencia las palmeras que adornan la parcela, mientras que sigo escuchando el rum rum del mar y el golpeteo de las olas cuando fenecen en la playa.

Es el tercer día de nuestra estadía en las playas de Coveñas. El mar se muestra apacible, con sus tonalidades azul verdosas. A lo lejos unos nubarrones grisáceos se desplazan lentamente hacia el sur. Son presagios de la lluvia que habría de desgajarse por la noche.

Al frente de la cabaña, dos kilómetros mar adentro, un barco petrolero se abastece del crudo que brota de las entrañas de la Patria. Vigilante, muy cercano, un buque de la armada guarda la ensenada. Siempre atentos, los marinos suelen proteger las riquezas de nuestros suelos y el petróleo es uno de ellos, quizá el más importante de nuestra economía.

La claridad del día permite observar las siluetas, más oscuras, de las Islas San Bernardo, no muy lejos, hacia el noreste. Identifico seis promontorios, dos pequeños y cuatro de mayor tamaño. Son sitios de recreo y de buena pesca, según me han informado gentes del lugar.

El sol que ha alcanzado el cenit, ha tornado el mar en una estampa de múltiples tonalidades verdes y azulosas. En la playa rizos blancos, de las olas al morir en la arena, simulan encajes de los bordes de una inmensa sábana.

Este tibio viento del mar que ahora llena mi espíritu, aclara mis ideas e inyecta nueva vida en el camino que aún me falta por recorrer. ¿Será muy breve? ¿Será muy larga? ¡Nada importa!

Sólo sé que soy feliz en esta soledad, frente al mar, llenándome de este grato silencio que apenas lo perturba la danza de las olas que se esfuman en la blanca arena de la playa.

Es medio día. Los pescadores han regresado con sus rostros tostados por el sol y sus ojos plenos de alegría, porque la pesca ha sido productiva.

Cuando madrugaron, llenos de esperanza, y se adentraron en la mar inmensa y apacible, tenían como propósito pescar el mayor número como les fuese posible, para alimentar a sus familias y vender unos cuantos ejemplares a los turistas ocasionales.

Ahora, el fondo de la barca se ve ocupado por pargos rosados, sierras morenas, como las mujeres de esta tierra; dos pulpos que aún agitan sus tentáculos, deseosos de escapar; unas cuantas langostas de medianos tamaños, que se contorsionan insistentemente en el fondo de la embarcación.

Un aroma de mar nos invade, mientras que las mujeres, con sus faldones multicolores, intentan negociar con los pescadores la venta de los peces.

(Julio de 2004)

 

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