Recordando a Patuca

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (Foto)
Neumólogo, Ex integrante del Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Entre los recuerdos de mi niñez en la Zona Bananera, en un pequeño poblado denominado Patuca, viene a mi memoria la casa donde solíamos ir mis hermanos y yo, siempre cuidados por mi madre, en tiempos de vacaciones. Era una casa de madera, protegida con anjeos para evitar las oleadas de zancudos que solían revolotear a su alrededor en tiempos de invierno.

La casa permanecía aislada del mar de plataneras, cuyos frutos, ya maduros, consumíamos con delicia durante nuestra estadía en ese lugar. Desde ella presenciábamos, a través de los ventanales, protegidos con anjeos, el tren de pasajeros que solía arribar en horas de la mañana, así como también el embarque del banano que hacían decenas de trabajadores en los vagones, cuyo destino final sería el puerto de Santa Marta.

La casa de madera listada, pintada de ocre, era propiedad de la “Compañía Bananera Fruit Company”, que explotaba el cultivo del banano en una amplia región del Departamento del Magdalena. Podíamos ocuparla gracias a que el abuelo paterno tenía un puesto importante en la citada compañía.

La compañía poseía, además, unas grandes tiendas llamadas “Comisariatos”, en donde los trabajadores y empleados, mediante un carnet, solían adquirir artículos de labranza, abonos para la tierra, comestibles, productos para el hogar y licores, a menor precio.

Durante los fines de semana, especialmente en los días de pago de las quincenas, esas tiendas se veían colmadas de gente de la región y, aún, de sitios más lejanos, que apostaban sus bestias de carga bajo las sombras de los inmensos árboles que rodeaban el lugar.

Un pequeño parque, ornado de flores de variados colores, con bancas de cemento, servía de encuentro a los campesinos, llegados de lugares cercanos, que venían a trocar o vender sus productos, cultivados en sus pequeñas parcelas.

No faltaban los ocasionales vendedores de específicos, en forma de pomadas, jarabes, lociones y mezclas de diferentes yerbas, capaces de aliviar cualquier molestia física o mental que padeciera alguno de los que rodeaban al astuto curandero. Era frecuente escuchar, mediante un megáfono, los estridentes gritos del curandero invitando a los curiosos que por allí merodeaban, a adquirir sus productos que “restablecerían su salud y prolongarían una sana existencia”.

En la casa, disfrutábamos, en compañía de los abuelos, escuchando música que brotaba de los discos de 78 revoluciones por minuto, que giraban en el plato de un tocadiscos R.C.A. Víctor, en cuya cubierta aparecía el famoso perrito de la cabeza inclinada. Tonadas infantiles, tangos, melodías españolas y alegres canciones de la tierra, alegraron muchas noches durante nuestra permanencia en aquel lugar.

En ese pequeño poblado, de la mano de América García, mi primera maestra, recorrí algunas cuadras para llegar a la escuela. Ella, en la escuela, y mi abuela materna, en casa, fueron las primeras que, con paciencia y mucho amor, me enseñaron las primeras letras y la unión de las mismas para que yo pudiera construir mis primeras frases. La “Alegría de leer”, revistas infantiles como el Billiken, El Peneca, los poemas de Pombo, Los viajes de Gulliver, “Corazón”, de Edmundo de Amicis y muchas historietas aparecidas en los diarios, los fines de semana, despertaron mi interés por la lectura, que décadas después aún conservo.

Cómo no recordar al viejo Lolo, un hombre de piel oscura y un alma blanca, que sin ser mi abuelo me contempló como si lo fuera. Vecino de la parcela de mi abuelo, me enseñó labores campestres, a manejar la brida de los caballos y yeguas de su propiedad, a curar las heridas de los animales, a observar el firmamento poblado de estrellas, y, con sus consejos y advertencias, a hacer de mí un hombre responsable y soñador de un futuro promisorio. ¡Cuánto le estoy agradecido!

Aún revolotea por mi memoria la imagen de Margot, delgada como una espiga, ligeramente tatuada por manchas de un incipiente vitíligo que adornaba su piel morena; activa en todo momento, nos contemplaba, nos enseñaba canciones infantiles y nos llenaba de regalos cuando solía viajar a Santa Marta por cuestiones de negocios. Ella, que no tuvo hijos y disfrutó de su soltería, nos sostenía en su regazo, cuando por las noches el sueño nos vencía, cantándonos una canción arrulladora.

Aún recuerdo esos amaneceres en la finca del viejo Lolo, un hombre de piel oscura, quien sin ser nuestro abuelo nos cuidó como si lo fuera. En compañía de Adriano, un joven trabajador, ordeñaba las vacas, encerradas en un corral cercano a la casa, y en una totuma, de mediano tamaño, nos daba la leche recién extraída, que aún conservaba el calor y el aroma propio de aquel alimento.

Un arroyuelo que corría a pocos metros de la casa nos servía para amainar el sofocante calor que agobiaba nuestros cuerpos, cuando el sol del mediodía calentaba inclemente.

En ocasiones, durante las tardes, disfrutábamos caminando por las colinas cercanas a la casa y escuchando el trino de los pájaros que abundaban por los alrededores. Unos árboles de mango, muy cercanos, eran los sitios predilectos para ellos saciar sus apetitos y alegrar con sus repetitivos trinos, las tardes en la parcela.

Después de muchos años sigo recordando, con algo de nostalgia, aquellos lugares campestres que recorrí durante mi niñez y principios de mi adolescencia.

Enero de 2019

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

 

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