La llegada del Arzobispo

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico asmedista Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Era una calurosa tarde del mes de julio. Habíamos salido de vacaciones estudiantiles de mitad del año y nos disponíamos a viajar, acompañados de mi madre, por buque, desde Barranquilla hacia la ciudad de Ciénaga.

Ciénaga, situada a la orilla del Mar Caribe, a 58 kilómetros de Barranquilla, es una ciudad intermedia en la vía que conduce a Santa Marta, en el Departamento del Magdalena. De esta ciudad costera partían numerosos trenes hacia la Zona Bananera, a recoger el fruto que, cultivado en la región, era exportado por la United Fruit Company, la compañía norteamericana que compraba la preciosa fruta a los propietarios de las fincas de la región.

Mis hermanos y yo nos mostrábamos alegres por la grata sensación que nos producía el saber que en pocas horas podríamos iniciar nuestro anhelado viaje. No existía carretera entre las dos ciudades. La comunicación se establecía a través de unos angostos y tortuosos canales, que unían al caudaloso Río de la Magdalena con la Ciénaga Grande de Santa Marta, en unas pequeñas lanchas impulsadas por motores de gasolina, y en buques –de mayor tamaño–, movidos a vapor, cuyas calderas –vomitando fuego–, eran alimentadas con troncos de leña, recogidos en las orillas de los caños.

–¡Espero que lleguemos muy temprano a Ciénaga. Es 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, e inauguran un monumento a la virgen frente al puerto fluvial. Asistirá el Señor Arzobispo de Santa Marta y dirá una misa cantada, nos explicó mamá.

Con dos maletas y varios paquetes abordamos «El Antonio”, un viejo barco de tres pisos, de unos cincuenta metros de eslora, con una doble chimenea blanca, adornada con un rodete de color rojo en su extremo superior; adosada a su popa, portaba una enorme rueda provista de un buen número de paletas que, al girar de atrás hacia adelante, impulsaba la vieja embarcación.

Poco antes de las ocho, el timonel hizo retumbar, en tres ocasiones, el estridente pito del viejo navío, anunciando la iniciación de nuestro viaje nocturno. Cual si fuera una casa flotante, el buque estaba iluminado, tanto a babor como a estribor, por numerosos bombillos, de luz amarillenta.

La tenue brisa proveniente del mar Caribe refrescaba la noche, mientras que un alegre porro costeño amenizaba el ambiente y hacía más agradable la estadía en la embarcación. Era época de verano, y el nivel del agua en los caños había descendido para esos días. El permanente movimiento de la rueda, que impulsaba la nave, removía las aguas y un olor a fango invadía el entorno.

Así iniciamos nuestro viaje a través de un estrecho canal que, partiendo desde Barranquilla, nos conduciría hasta el Río de la Magdalena que, a dieciocho kilómetros de su desembocadura, corría caudaloso en pos del inmenso Mar Caribe. Lograría su destino en las Bocas de Cenizas.

La brisa marina golpeaba nuestros rostros y nos producía una agradable sensación de frescura. Algunas personas se cubrían con unas mantas coloreadas; otras disfrutaban del clima y permanecían en cubierta observando cómo, poco a poco, nos alejábamos de la bullanguera Arenosa.

El buque poseía en su proa dos potentes farolas que iluminaban el camino por el cual habría de transitar. Las luces frontales del viejo navío permitían observar, como una exhalación, algunos peces que, en sus fugaces saltos, para esquivar al navío, semejaban destellos plateados que se perdían en las turbias aguas del río.

Nuestra curiosidad infantil nos llevó a escudriñar la dársena del Terminal Marítimo, puerto en el cual atracaban los grandes buques, provenientes de lejanos países. Era época de violencia en el interior del país. Pocas semanas antes las autoridades habían encontrado, en su cercanía, dos cadáveres nauseabundos e hinchados –cual globos aerostáticos–, de dos hombres, asesinados a machete, allá muy lejos, más cerca del nacimiento del río.

Pudimos apreciar el espectáculo de las luces, titilantes, al alejarnos poco a poco de la ciudad. Semejaban manadas de cocuyos perdiéndose en la lejanía.

Luego de un recorrido, de aproximadamente unos veinte minutos, el viejo barco penetró por uno de los canales que, saliendo de la margen derecha del río, culminaría su recorrido en la Ciénaga Grande, en el Departamento del Magdalena. Su marcha era lenta. Las numerosas curvas del canal obligaba al timonel a hacer zigzaguear el navío para evitar los bancos de arena, frecuentes en esta época de verano, cuando el nivel de las aguas decrecía.

El timonel, con su mirada escrutadora, guiaba con maestría, evitando los troncos arrastrados por la corriente o los pequeños bancos de arena, que pudieran entorpecer la buena marcha de la nave. El capitán, un cincuentón obeso, de sienes ya plateadas, poseedor de un globuloso abdomen, observando las maniobras, caminaba lentamente desde la popa hasta la proa.

Los bombillos que adornaban sus costados simulaban un aspecto circense y, en conjunto, la nave parecía una casa flotante. En su interior se vivía una gran actividad: alegres aires musicales costeros a través de la radio hacían más placentero nuestro viaje; el sonar quejumbroso de un acordeón, maniobrado con maestría por un viejo juglar, entonaba un agradable paseo vallenato. En el tercer piso, un pequeño salón de juegos de cartas, del cual se escapaban ocasionales gritos, incitando a las apuestas o pidiendo nuevas cartas. Llegadas las doce de la noche, por orden del capitán, la intensidad de los radios disminuía y algunas luces interiores se apagaban para permitir un mejor descanso a los pasajeros.

El recorrido a través de los canales tardaba un poco más de cinco horas. En ocasiones, el buque debía reabastecerse de troncos, extraídos de la floresta vecina, que irían a atizar el fuego de las calderas. Los manglares, refugio habitual de numerosas especies de aves y reptiles, así como de algunos mamíferos roedores, abundaban en las orillas de los caños. El paso del buque alteraba la tranquilidad de las vegas y provocaba el despertar de algunas aves, que manifestaban su disgusto y sorpresa con chillidos de diversas entonaciones. Algunos caimanes y babillas huían precipitadamente al paso de vapor.

En las primeras horas de la madrugada alcanzamos las tranquilas aguas de la Ciénaga Grande, y sentimos, con mayor intensidad, la deliciosa y salobre brisa del Caribe. De una belleza incomparable, en esta gran porción de agua dulce desembocan varios ríos provenientes de la Sierra Nevada de Santa Marta. Unas pequeñas ciudades lacustres: las Trojas de Cataca y la Nueva Venecia, tienen asiento en ella y albergan una numerosa población de pescadores.

Una faja estrecha de terreno la separa del mar en su extremo norte. En esta franja se encuentran dos pequeños poblados: Pueblo Viejo y Tasajera, cuyos habitantes viven, esencialmente, de la pesca. Poco después de pasar al frente de estas poblaciones, la ciénaga se une con el mar Caribe, formando un promontorio de arena que hizo que sus habitantes denominaran la Boca de la Barra al mencionado sitio. Hoy existe un puente de hierro y concreto que une la carretera que va de Barranquilla a Ciénaga y Santa Marta.

Es de madrugada y la ciénaga se ve invadida por numerosos botes pesqueros; algunos impulsados por velas, otros mediante remos. Con notoria destreza, los pescadores lanzan sus redes a las aguas de la ciénaga, en busca del codiciado alimento. Muchos de ellos, con sus torsos desnudos, mostraban sus desarrolladas musculaturas, mientras que con los remos impulsaban sus pequeñas embarcaciones. Algunos entonaban deliciosas melodías que reflejaban la alegría que les acompañaba cuando realizaban su rutinaria labor.

Peces de tamaños y colores diversos quedan atrapados en las intrincadas mallas y los hombres se muestran satisfechos. Devuelven a la ciénaga los peces más pequeños que, meses más tarde, de un tamaño mayor, podrán atrapar entre sus redes. Es tal la abundancia de los peces que algunos, en sus atléticos saltos, caían al piso del barco. Los pasajeros más arriesgados logran asirlos con sus propias manos. Un grito estalla entre los presentes, que aplauden al afortunado pescador.

Una bandada de gaviotas, con sus gruesos picos encorvados, pechiblancas y el dorso de sus alas de un azul grisáceo, se bamboleaba lentamente muy cerca a la superficie del agua, con su vista penetrante, en busca de pequeños peces.

A la derecha de nuestro recorrido observamos unas pequeñas islas. Son la Islas de El Rosario, en las cuales está enclavada una pequeña población de pescadores. En sus playas, multitud de aves zancudas, muy pequeñas, hurgaban en la arena buscando moluscos diminutos.

Cerca del amanecer dejamos la Ciénaga Grande y volvimos a navegar a través de un canal menos tortuoso que los anteriores, que nos condujo a la ciudad de Ciénaga. A lo lejos se apreciaban las luces de la ciudad y el final del viaje nos causó una gran alegría. Media hora más tarde, dos enormes faros, indican al timonel la ubicación exacta del puerto fluvial. Poco antes de las seis de la mañana, cuando el alba abraza el paisaje, nos acercábamos a nuestro destino.

El Capitán, desde las barandas de a babor, y muy cercano a la proa de la vieja embarcación, dirige las maniobras de abordaje al muelle. El timonel conduce lentamente la nave hacia el borde del caño. Con extraordinaria destreza, los marineros lanzan las gruesas sogas hacia la orilla y allí, otros ayudantes del puerto, amarran las cuerdas a los robustos pilotes de hierro que, cual soldados enfilados e inmóviles, están clavados a lo largo del muelle. Una amplia plancha de madera sirve de escalera para facilitar el descenso de los pasajeros. Algunos, más precipitados, omiten la escalera y saltan, directamente, del piso del buque al muelle.

Las luces del puerto aún estaban encendidas. De algunos pequeños ventorrillos se escapaban las notas musicales de un merengue y de un cadencioso vallenato. En el extremo oriental observamos lo que, sin duda alguna, era la estatua de la Virgen del Carmen, recubierta por una tela de lona de color ocre; al frente habían construido una gran tarima y en ella un altar, destinado a la realización de la Santa Misa. Numerosos pendones de colores variados, entre los que predominaban el blanco y el azul, así como también centenares de globos: rojos, amarillos y azules –representando nuestra bandera tricolor — engalanaban los alrededores de la estatua de la Virgen.

Estaba amaneciendo. A la distancia, hacia oriente, podíamos divisar la Sierra Nevada de Santa Marta, con sus picos Cristóbal Colón y Simón Bolívar, que se elevan, majestuosos, a más de cinco mil metros de altura, con sus cimas cubiertas de nieve.

La algarabía en el puerto era intensa. Los maleteros competían, agresivamente, por llevar los equipajes de los viajeros. Los ayudantes de los buses anunciaban, con gritos, la ruta y el destino de los mismos. Muchos de los pasajeros continuarían su viaje, en automóviles o en buses, hacia Santa Marta; algunos tomarían el tren, que los llevaría a la Zona Bananera; unos pocos se quedarían en Ciénaga.

–¡Iremos a casa de mi hermana! –dijo mi madre. –Más tarde vendremos a la misa y a la inauguración del monumento de la Virgen. Pasado mañana tomaremos el tren e iremos a Tucurinca –agregó, con un gesto de satisfacción.

En un envejecido automóvil de servicio público nos dirigimos a casa de una tía. El reencuentro de mi madre con su hermana fue emocionante: expresiones de afecto, abrazos y algunas lágrimas, no faltaron.

Luego de un abundante desayuno y de un breve reposo, nos dirigimos al Puerto Fluvial. La ceremonia de inauguración de la estatua de la Virgen del Carmen, Patrona de los marineros, estaba programada para las nueve de la mañana. El Arzobispo de Santa Marta y varios vicarios oficiarían una misa cantada.

Cuando llegamos al puerto, numerosos estudiantes, con vistosos uniformes, formaban filas de a cuatro, al frente y a los costados del monumento. Cercanas al mismo, numerosas sillas, destinadas a las autoridades y personalidades más destacadas de la ciudad, estaban ordenadas en filas de doce sillas cada una, recubiertas por un gran toldo de lona anacarada. El Alcalde y sus Secretarios, con sus respectivas esposas, ocupaban las dos primeras filas. En las filas siguientes, el Comandante del Batallón, algunos militares de alto y mediano rango, así como tres capitanes de buques, luciendo elegantes uniformes. Más atrás, varios personajes distinguidos de la sociedad.

A un costado del altar, la Banda de la Policía; y, más alejada, una Banda Popular. A lo lejos se escuchaban las tonadas emitidas desde un gramófono que reproducía canciones populares.

Pasaban los minutos y el acto no se iniciaba. El Señor Arzobispo se tardaba en llegar. El sol caía, con toda su intensidad, sobre la muchedumbre, y gruesos chorros de sudor se veían correr, bañando los rostros de los creyentes y curiosos que ocupaban el amplio espacio frente al puerto fluvial. La gente se mostraba intranquila y no tardó en lanzar algunas voces de protesta. La Banda de la Policía, buscando calmar la agitación reinante, empezó a interpretar canciones populares.

Eran la once de la mañana y aún no se iniciaba, oficialmente, el acto de inauguración. Las autoridades se mostraban preocupadas por la tardanza del Señor Arzobispo. El sol se había enardecido y las camisas de muchos de los presentes aparecían adheridas a sus dorsos, empapadas por el sudor. Varios niños debieron ser retirados de las filas; habían colapsado por deshidratación aguda. Algunos debieron ser trasladados al hospital en un carro de la policía, a falta de una ambulancia; otros fueron llevados por sus propios padres o familiares.

El sol arreciaba y las gentes buscaban las aceras y la sombra de los almendros para guarecerse de la canícula del medio día. Algunos lucían pañuelos, empapados en agua, amarrados por sus puntas, en sus cabezas. Otros habían desprendido ramas de los matarratones vecinos para cubrirse y cubrir a sus pequeños, calmando un poco el intenso calor.

El Alcalde subió al estrado, buscando, con palabras empalagosas, pero lejos de la realidad que se estaba viviendo, calmar a la multitud. Todo fue inútil. Algunos, más exasperados, subieron al pedestal de la efigie de la Virgen y arrancaron la tela que la cubría.

–¡Ya hemos inaugurado el monumento! –gritaron dos iracundos hombres de piel morena.

— ¡No necesitamos la presencia del Arzobispo! –vociferaron otros.

Separada la tela que le cubría, majestuosa apareció la efigie de la Virgen del Carmen, con el niño en sus brazos, con unos grandes ojos, abiertos, como si estuviese sorprendida por lo que estaba sucediendo.

Las filas de estudiantes se habían desintegrado y muchos padres de familia tomaron a sus hijos de la mano, para escapar de aquel tumulto bullicioso. Los pocos policías presentes fueron insuficientes para mantener la calma y contener la multitud.

Nuestra madre, buscando protegernos, nos había llevado a una pequeña tienda cercana. El propietario, amigo de la familia, nos llevó al segundo piso de la edificación, evitando, de esa manera, que hubiésemos sido arrastrados por la multitud.

Todo era confusión. Las gentes corrían en diferentes direcciones y algunos lanzaban frases amenazantes contra las autoridades. Súbitamente, la Banda Popular dejó escuchar sus desafinados instrumentos y un alegre porro inundó, con sus notas, el caldeado ambiente. Entonces, como por arte de magia, el populacho empezó a danzar, desaforadamente, al compás de los aires musicales. Sonaron ritmos de cumbias, merengues, puyas, mapalés y otros indescifrables para mí, que aumentaron la temperatura en el Puerto Fluvial, ya de por sí recalentado por el sol del medio día.

Mis hermanos y yo estábamos extenuados y sedientos. Mi madre nos llevó unos refrescos que adquirió en la tienda en donde nos protegíamos. No había medio de transporte. Empezamos a caminar hacía la Estación del Ferrocarril, por la carretera que conduce de Ciénaga a Santa Marta. Entonces, para sorpresa nuestra y de quienes nos acompañaban en nuestra retirada, precedidos por dos motociclistas uniformados, quienes hacían sonar constantemente las sirenas de sus máquinas, apareció un lujoso Ford descubierto –conducido por un hombre de uniforme y kepis azul turquí–, que transportaba al Señor Arzobispo luciendo una elevada mitra, acompañado de dos jerarcas de la Iglesia, ostentosamente vestidos, cubriendo sus cabezas con sendos birretes solferinos.

Ignorante del drama que había suscitado su prolongado retraso, mientras que se dirigía al Puerto Fluvial, el Señor Arzobispo impartía la bendición a los feligreses que, estupefactos, marchaban a cada lado de la calzada.

 

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia