Un feliz hallazgo

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico asmedista Roberto López Campo (foto)
Neumólogo y escritor
Ex integrante del Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia

Fue una tarde de abril, cuando mi esposa y yo escuchamos los débiles llantos de un bebé. Estábamos trotando. Había llovido a cántaros la noche anterior y el suelo del bosquecillo aún estaba empapado: los árboles, todavía, destilaban una que otra gota de agua, como si fueran lágrimas de dolor.

En un comienzo pensamos que los lamentos provenían de un pequeño animal que hubiese quedado atrapado entre las ramas de los frondosos y avejentados árboles que embellecían el parque o tal vez los murmullos del arroyo que, presuroso, lo recorría.

Expectantes detuvimos nuestra marcha y nos internamos unos cuantos metros en el bosque. Nuestra sorpresa fue grande cuando, envuelta entre sábanas, descubrimos una niña de pocas horas de nacida. Levemente amoratada, aún tenía en su débil cuerpecito manchas de sangre. Un poco confundido la tomé entre mis manos y apresuramos el paso para llegar a la caseta del vigilante, cerca de la cual habíamos estacionado el automóvil.

Mientras que mi compañera la mecía en su regazo para tratar de calmarla, yo, un poco perturbado, tomé la carretera principal para llegar al hospital más cercano.

— ¡Qué haremos ahora? —preguntó, con gesto de preocupación, mi esposa-

—- Lo primero es encontrar unos servicios médicos para que la saquen de la posible hipotermia, por estar expuesta, algunas horas a la intemperie —le dije.

—No comprendo cómo pueden abandonar a un recién nacido –dijo ella.

— Yo tampoco —manifesté.

Durante más de veinte minutos que trascurrieron hasta llegar al hospital de un poblado, guardamos silencio. La niña se había calmado y parecía adormecida. Mi esposa la agitaba un poco, temiendo que fuera a morir.

Aquel viejo hospital, al borde de la carretera, apareció ante nuestros ojos con desbordante alegría. Apresurado, llevándola en mis brazos, ingresé al sanatorio para dar parte de nuestro hallazgo y solicitar, con premura, los servicios de un profesional.

Un viejo médico, cuyas sienes ya habían blanqueado, apareció ante nosotros y con gesto amable nos atendió. De inmediato ordenó el ingreso de la pequeña, que una joven enfermera aseó con suma delicadeza. A continuación, por orden del médico, fue llevada a una incubadora.

— Hace poco adquirimos esta incubadora, gracias a la gestión de un grupo de damas voluntarias. Estén tranquilos que acá le prestaremos los cuidados necesarios —nos dijo el doctor, con rostro alegre.

A continuación, observó: —Debemos informar este asunto a las autoridades. Ellas investigarán acerca de los autores de tal despropósito. —¿Vieron ustedes a alguna persona sospechosa?

Preguntó el galeno con gesto amargo.

— ¡No doctor! — se apresuró a responder mi esposa.

— La descubrimos cuando paseando por el bosque escuchamos el débil llanto de la niña.

—¡Gracias a Dios que está con vida! —agregué, emocionado.

—- Y a ustedes… que descubrieron su presencia —observó el galeno.

Poco después fuimos interrogados por dos funcionarios de la Inspección de Policía. Precisamos el sitio, la hora y las circunstancias que permitieron el hallazgo de la niña. Insistimos en que, en ningún momento observamos a personas sospechosas en ese lugar.

—Muy cerca de ese sitio existen dos o tres casitas en una colina, no lejos de la carretera —observó mi esposa.

Una vez que informamos a las autoridades, y registraron nuestros nombres, prometimos estar atentos a los acontecimientos y colaborar en la investigación, si fuese necesario.

Preocupados, pero a la vez satisfechos, partimos hacia la ciudad, cuando ya las luces adornaban las viviendas en las laderas de las montañas.

Cuando llegamos a casa, nuestros hijos nos preguntaron acerca de la causa de nuestra demora. Les contamos lo sucedido.

—¿Quién se hará cargo de la bebé? —preguntó mi hija.

— No lo sé. Eso lo determinarán las autoridades —le respondí.

— Debe ser una madre muy mala cuando la abandonó –opinó el menor.

— No debemos juzgar a las personas sin tener conocimiento de las circunstancias o causan que llevaron a tal determinación. Pero de todas maneras es un hecho reprobable –les observé.

— Pudieron haberla dado en adopción a alguna pareja —anotó el hijo mayor, con gesto adusto.

Tres semanas después fuimos requeridos por las autoridades del poblado para que ampliáramos la información acerca del hallazgo de la pequeña. Aún no tenían claros indicios sobre la madre de la criatura. Existía una leve sospecha acerca de una joven empleada en una farmacia, que parecía estar embarazada y desapreció sorpresivamente. Nadie daba razón de su paradero.

Cuando pasamos al hospital, las enfermeras, al reconocernos, emocionadas nos llevaron a ver a la pequeña, que dormitaba sobre un cobertor rosa pálido, Lucía un pijama, también rosado, con pequeñas mariposas estampadas.
De piel trigueña, su cabecita estaba cubierta por unos mechones parcialmente dorados. Cuando despertó, ante el barullo de las enfermeras, pudimos apreciar unos ojos color de almendra que nos miraban, sorprendidos.

—Estamos haciendo gestiones en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar para que se haga cargo de la niña –nos informó la jefe de enfermeras, una rubia de porte elegante y gestos delicados.

— Nos gustaría saber a dónde la enviarán —dijo mi esposa. Podríamos colaborar para su bienestar — agregó.

—Gustosos les informaremos, si ustedes nos dejan su dirección, sus teléfonos —apuntó la enfermera.

En el viaje de regreso a la ciudad nuestra conversación giró alrededor de lo que podría ser el futuro de la niña. Ni mi esposa y yo podíamos comprender las razones, que por más desesperada que estuviese una mujer, abandonase a ese pequeño ser que ella había concebido. Quizá porque el concepto del amor se había deteriorado dando cabida tan solo a lo carnal.

Cuando llegamos a casa, los niños, entusiasmados, nos interrogaron acerca de la pequeña. Les contamos de las gestiones que hacían en el hospital para ponerla bajo el amparo del Instituto de Bienestar Familiar.

—Allí la cuidarán por algún tiempo, hasta cuando alguna pareja la reciba en adopción –les dije, sonriendo.

–¿Podremos conocerla? –pregunto mi hija.

— Desde luego. Una vez que nos informen acerca del lugar donde la cuidarán, iremos a visitarla. Podrán llevarle ropa y regalos.

Más tarde recibimos la noticia de que la pequeña Sofía, tal era el nombre que le habían asignado en el hospital, había sido enviada a una institución conocida como la “Gota de leche”, situada en el barrio Prado, cuya directora era una religiosa de las Hermanas de la Presentación.

Cuando los niños se enteraron de la noticia, entusiasmados, nos pidieron que los lleváramos a conocerla. Un pijama y una cobija fueron los regalos que les llevaron ese domingo de mayo.

— ¿Cuánto tiempo estará acá? —preguntó mi hija, a la religiosa que nos atendió.

— Generalmente se les tiene en este lugar hasta cuando empiezan a caminar. Luego, si no hay una persona que legalmente la reclame, el Instituto de Bienestar Familiar las envía a una de las guarderías que existen en la ciudad.

—¡Por cuanto tiempo permanecerán allá? –pregunté.

— Usualmente hasta cuando esté en edad de ir a la escuela. Pero si algún familiar, plenamente identificado lo reclama, se le entrega, siempre y cuando demuestren su capacidad económica y un ambiente favorable en el hogar.

Existe también la posibilidad de la adopción por alguna pareja que la solicite, luego de llenar una serie de requisitos —nos explicó la religiosa.

Cuando nos retiramos del hospicio, los niños preguntaron si podrían volver a ver a Sofía.

— Ocasionalmente podrán hacerlo —dijo mi esposa.

Un año más tarde, Sofía permanecía en el hospicio “Gota de leche”, sin que nadie la reclamara. Las investigaciones de las autoridades no habían tenido éxito.

Alegre y retozona la vimos un domingo del mes de abril, cuando fuimos a visitarla. Recién había cumplido su primer año de vida y ya daba algunos pasos, apoyada en los muebles de la casa. Con tristeza, pero también con gran satisfacción, recordamos aquella tarde de domingo, cuando trotando por el bosque descubrimos el cuerpecito de Sofía tirado sobre la húmeda maleza.

Tal como los disponían las normas de Bienestar Familiar, Sofía fue trasladada, en el mes de agosto, a la Guardería Pequeñines, situada al occidente de la ciudad. Contaba diez y seis mese de edad y su aspecto era muy saludable. En ese sitio, fuimos a saludarla en múltiples ocasiones. Algunas veces nos permitieron sacarla de la guardería y compartir con nuestra familia unos fines de semana.

Un día recibimos la noticia de que una pareja italiana deseaba adoptar a Sofía. Había cumplido los seis años y ya había aprendido a leer y a escribir algunas frases, mediante las cuales solía expresar sus sentimientos para las personas que la cuidaban.

Vivaz y cariñosa, había despertado estrechos lazos de amistad entre los niños de la guardería. Sofía, realmente, era un personaje en ese lugar de niños abandonados.

A fines del año, cuando el ambiente navideño empezaba a vivirse y la ciudad se llenaba de luces de colores, nos enteramos de que Sofía había sido adoptada por un matrimonio italiano, de apellido Mazzili. Habían viajado, dos semanas antes, con destino a Bari, una antigua ciudad italiana situada en la costa del mar Adriático.

La noticia despertó en nosotros sentimientos encontrados: un poco de tristeza por no volver a verla y una gran satisfacción al saber que había encontrado un hogar en el cual podría crecer en condiciones favorables para su desarrollo personal. También nos enteramos de fue bautizada con el nombre de Diva Sofía.

Durante mucho tiempo no tuvimos noticias de Diva Sofía. Han pasado más de quince años desde cuando partió hacia Italia, bajo la protección de unos padres adoptivos. La ciudad festeja alegremente la Fiesta de las Flores y muchas calles, durante las noche, se ven repletas de paisanos y visitantes.

Una llamada telefónica rompe el silencio en mi residencia. Es la directora de la guardería donde permaneció Diva Sofía años atrás.

—Deseo comunicarles una noticia que quizás sea de su agrado —dijo alegremente.

— ¿De qué se trata? –Preguntó mi esposa.

—Diva Sofía, aquella niña que tuvimos varios años a nuestro cuidado, está en Medellín. Hace un mes contrajo matrimonio con un joven italiano y ha  manifestado su deseo de saludarlos. Ha intentado localizar a su madre, pero todo ha sido inútil.

Emocionados los recibimos esa tarde en nuestra casa. Por la noche pudimos disfrutar, por algunas horas, de las festividades florales, que se festejan en Medellín, en Avenida 70. Fue muy emocionante y placentero, oírle relatar, en su confuso español, su vida en Bari. Estudiaba Ingeniería de alimentos en la universidad y,  durante algunas horas colaboraba con el esposo y su suegro en un almacén de artículos de belleza. La pareja disfrutaba, con alegría, las mieles de la unión.

Antes de su regreso a Italia volvimos departir con ellos durante pocas horas. Emocionada, Diva Sofía se despidió con un fuerte abrazo, mientras que sus ojos se  encharcaban de lágrimas.

Una sensación de alivio y felicidad me invadió, al recordar cómo había sido el comienzo de la existencia de aquella niña, ahora transformada en una mujer feliz.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia