Los orígenes de un sueño

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico asmedista Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia

Inclinado sobre el escritorio, repasaba las páginas de un texto médico sobre enfermedades respiratorias, que pocos días antes había adquirido en una librería de la ciudad. Una hermosa sonata de Beethoven llenaba el ambiente de aquella habitación, poco amplia, que me servía de albergue en el viejo Hospital La María, en donde yo ejercía como Médico Residente.

Hacía cosa de dos años había concluido mis estudios médicos en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Eso fue a mediados del año 59, del siglo pasado, cuando ingresé a ese hospital, sitio de reclusión de pacientes tuberculosos.

No preciso qué me incitó a esa elección, cuando se trataba de una enfermedad muy contagiosa y temida por los ciudadanos de todas las naciones. Tal vez fueron varios los motivos que me llevaron a empecinarme en esta rama de la Medicina. En mi subconsciente, ahora, con el paso de los años, pienso que tres circunstancias me guiaron a tomar tal determinación.

Animado por dos profesores llegué al Sanatorio a mediados del mes de agosto. La fragmentada construcción, con edificaciones separadas por callejuelas, le hacía ver más como un pequeño poblado, que como un hospital. Al fondo de la avenida de ingreso se destacaba la residencia de las Hermanas de la Presentación, quiénes con su hábitos negros y beiges, recorrían, plenas de abnegación, las salas de aquel hospital, llevando medicamentos y consuelo a más de trescientos enfermos, qué, en su reclusión, esperanzados soñaban con un alivio total. La mayoría de ellos, con sus pulmones deteriorados a causa del mal, macilentos y desencajados, permanecía en las camas metálicas, con su respiración dificultosa y sus toses ansarinas, cual si fueran las voces desperadas de aquellos órganos carcomidos por el bacilo de Koch. Algunos prolongaban su precaria existencia conectados a un tanque de oxígeno mediante un delgado tubo plástico que se fijaba a su nariz.

Sigo pensando qué motivó mi elección por aquella enfermedad tan destructiva, causante de muchas muertes entre las gentes jóvenes y más desposeídas. Entonces, mi memoria se remonta a doce años atrás, cuando en la ciudad de Santa Marta, en ese hermoso pero triste hospital, cercano a la bahía, mamá Juana, una mujer que fungió de abuela, sin serlo en la realidad, estuvo recluida durante varios meses, víctima del mal. Una tarde, cuando me permitieron visitarla, fui testigo de una vómica de sangre, que bañó su bata blanca y trastrocó su anciano rostro en una cérea imagen. Con su respiración estertorosa, tosía desaforadamente, mientras que un hilo de sangre manaba de sus labios, intensamente pálidos.

Su cuerpo endeble, deteriorado por la enfermedad, no resistió. Un 25 de diciembre, llegada la madrugada, expiró, luego de una hemorragia de origen bronquial.
Fue una triste Navidad para toda la familia. Ella, que no tenía ningún parentesco con mi familia, durante varios años nos cuidó y nos brindo mucho cariño, como si fuera nuestra abuela.

Años, después, cuando cursaba el cuarto año de medicina, durante las vacaciones de fin de año viajé a Barranquilla. Un médico, amigo de la familia, quien se desempeñaba como ginecólogo en el hospital de esa ciudad, intercedió por mí para que me permitieran asistir a las rondas matinales que hacían los médicos en las salas hospitalarias y en el servicio de urgencias.

Tuve la oportunidad de recorrer el viejo hospital y apreciar, muy de cerca, las angustias de los médicos al no tener los elementos necesarios para desempeñarse cabalmente, en esta bella profesión, Era la misma historia de los hospitales públicos, abandonados por el Estado.

En un rincón del sanatorio, y tras unas rejas, cuál si fueran peligrosos delincuentes, tres figuras humanas, de sexo masculino, demacradas y mal vestidas, imploraban una limosna a quienes estábamos muy cercanos al lugar. Con sus brazos extendidos y una pequeña taza en sus manos, imploraban una ayuda monetaria para comprar algún alimento. Sus toses resonaban en el oscuro rincón.

Me detuve unos instantes para presenciar aquel desagradable espectáculo. Fue mayor mi sorpresa cuando vi acercarse a una enfermera, de tez morena, vestida de blanco, quien portaba en sus manos una pequeña caja que contenía varias pastillas que, a través de las rejas entregó a unos ocho o diez pacientes. El gesto era plausible, pero ella, además de cubrir su boca con un pedazo de tela, taponaba sus oídos con sendos trozos de algodón y llevaba sus manos enguantadas.

Por mi mente desfilaron dos preguntas: ¿Serán necesarias tales precauciones para evitar el contagio o tal vez convendría una mejor educación de los pacientes acerca de su enfermedad?

¿Ese trato inhumano, como en los tiempos bíblicos, para con esos desgraciados, si ayudará a su recuperación?

Durante las otras dos semanas en las cuales pude ir al hospital, evité pasar por aquel rincón, que parecía guardar unos deshechos humanos y no seres enfermos y sufridos.

Algunas de nuestras prácticas de semiología respiratoria, cuando aún cursábamos en la Facultad, debimos realizarlas en el Hospital Sanatorio La María. Nuestro profesor el Dr. Elkin Rodríguez, de profundos conocimientos y poseedor de una gran ternura para con los pacientes, representó un buen ejemplo para quienes aspirábamos a ser médicos. Su palabra era dulce, cuando de brindar consuelo a los enfermos se trataba. Para con sus discípulos, cariñoso y amable, irradiaba alegría cuando enseñaba el arte médico. Parecía rodeado de un halo paternal.

Solía obsequiarnos una flor encarnada cuando acertábamos en el diagnóstico de la entidad padecida por el paciente; una ramita verde, cuando el diagnóstico estaba errado.

Más adelante, cuando ya casi finalizaba mis estudios profesionales en la Facultad de Medicina, tuve la fortuna de conocer a otro ilustre médico, dedicado él a las enfermedades de las vías respiratorias: Rafael J. Mejía. Fue mi consejero, mi amigo personal y presidente de la tesis con la cual opté al título de Médico y Cirujano.

Además de ejercer su profesión, tuvo tiempo para incursionar en la política, circunstancia que aprovechó para mejorar los problemas de salud en el Departamento de Antioquia. A su lado pude revisar, bajo su vigilante ojo clínico, a muchos de los pacientes en aquel semi campestre hospital.

Allí, sentado frente al escritorio, en el pequeño cuarto del sanatorio, seguía meditando a cerca de mi elección. Me sentía feliz y plenamente convencido de que había elegido, acertadamente, mi profesión.

Con la orientación de mis maestros, aquellos enfermos, muchos de ellos abandonados por sus familiares, se constituyeron en los mejores textos en los cuales pude aprender el arte de manejar a los pacientes tuberculosos.

¡Cuánto les estoy agradecido!

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia