Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia
Por: Médico asmedista Roberto López Campo (foto)
Neumólogo y escritor
Ex integrante del Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia
Cuando sonaron los disparos, era un poco más de las once de la mañana y el sol comenzaba a calentar con insistencia. Los feligreses que, en procesión acompañaban al sacerdote entonando sus oraciones, se dispersaron afanosamente a lo largo de la playa, en donde se realizaba el rito del vía crucis, aquel viernes santo del mes de abril.
Nadie podía comprender cómo este acto religioso organizado por algunos católicos provenientes del interior, se tornara en una tragedia que llenaría de dolor a una familia antioqueña. En la desbandada, algunas mujeres, que en su mayoría conformaban la multitud, y unos pequeños, que las acompañaban, sufrieron contusiones leves cuando rodaron por el suelo, mientras que el cuerpo, sin vida, de un hombre permanecía tendido en la arena, en posición de costado.
Un hilo de sangre fluía de su cabeza, que reposaba en un charco carmesí, con su boca entreabierta y su última mirada dirigida hacia el mar. En el pecho, a nivel del corazón, su camisa, que antes fue blanca, ahora estaba manchada de rojo.
─ ¡Fueron tres disparos! Exclamó una mujer de rostro demacrado, llena de terror.
─ ¡Yo solo escuché dos! –dijo otra, de mayor edad, quien lucía una mantilla gris en su cabeza.
─Pobre muchacho ─concluyó, con un gesto de tristeza.
El sacerdote, un joven de mejillas regordetas, tez morena, nariz pequeña en la cual sostenía unas menudas gafas redondeadas y cuyo cuerpo tendía a la obesidad, apenas sí tuvo tiempo de darle la bendición cuando el cuerpo del joven se desplomó en la playa.
De aproximadamente treinta años, de piel blanca, enrojecida por el sol, cubría sus ojos con unas lentes ambarinas que aún permanecían asidas a su cabeza, mediante una cinta elástica que le rodeaba el cráneo.
Una joven, de piel tostada por el sol, cuyos cabellos lucían mechones rojizos, sollozaba a su lado, arrodillada en la arena; por instantes lanzaba gemidos de dolor,
mientras que una señora, de pelos blanquecinos, la consolaba con murmullos al oído, sosteniéndola entre sus brazos. Parecía ser su madre.
─ Era la novia de Gabriel ─ dijo una joven que parecía conocerlos.
Otros jóvenes, amigos del difunto, permanecían consternados, muy cerca del cadáver. Uno de ellos enjugaba sus lágrimas con un pañuelo.
El homicida, un hombre mayor que rayaba en los sesenta, una vez que hubo disparado, con el revolver aún humeante, se retiró con pasos ligeros hacia las casas vecinas y se perdió entre los automóviles que allí permanecían estacionados.
─ ¡Fue un señor mayor quien le disparó! ─ afirmó un muchacho de piel morena, con dialecto de la región.
─Es un poco gordo y algo calvo ─ agregó, accionando con sus manos.
─Es el paisa que viene a la casa del señor Montoya –dijo otro joven, que estaba sentado en un bote pesquero, al frente de la casa en donde permanecía el difunto. Lo expresaba con aires de certeza, porque había sido testigo del incidente.
Gabriel, un joven antioqueño, había llegado el sábado anterior a las playas de Coveñas, acompañado de su novia, Sofía, una joven comunicadora social, recién egresada de la universidad, quien, con su madre y una hermana menor, estaban hospedadas en casa de unos parientes, allí en las playas de El Porvenir, muy cerca de Coveñas, en donde el Caribe inmenso se muestra plácido y pintado de verdes azulados, dejando escuchar el murmullo de las olas que delicadamente remansan en la playa.
Es un sitio tranquilo que aún conserva retazos de naturaleza primitiva, en cuyas arenas los cangrejos de múltiples colores suelen corretear durante las noches, bajo la luz de una luna inmensa flotando en el firmamento.
Mas, en esa mañana, la tranquilidad se esfumó a raíz de la muerte de Gabriel, quien había llegado al Caribe en busca de descanso y halló la muerte a manos de un enemigo desconocido.
Entre la multitud que hacía parte de la procesión del vía crucis no había familiares de Gabriel; tampoco alguien conocido que hubiese podido identificar al homicida o que aportara una pista mediante la cual pudiese explicarse su conducta. Gabriel estaba acompañado por familiares de su novia, que apenas sí le conocían desde hacía pocos meses. Ninguno de los amigos con quienes departió durante esos días de la Semana Santa tenían una explicación para la muerte del joven ingeniero, de trato amable y modales caballerosos.
─ Parece que apresaron al homicida ─se escuchó la voz de una señora que cubría su cabeza con un pequeño manto blanco y aún conservaba un rosario en sus manos.
─ Unos soldados de la Base Naval detuvieron a un hombre calvo cerca de la carretera─, dijo un muchacho de piel morena, con el torso desnudo, que portaba una vara de pescar y en la otra mano varios peces y dos pulpos, que ofrecía para la venta.
─Dicen que le encontraron el arma con la cual disparó─, afirmó un tercero.
La Base Naval estaba a menos de cuatro o cinco cuadras. La noticia llegó a oídos de los superiores y rápidamente enviaron un piquete de grumetes para guardar el orden. A la Inspección de Policía llegó la noticia más tarde.
El Inspector, con su secretario y cinco agentes, hizo acto de presencia poco después de las doce y media. El sol, sofocante, quemaba las espaldas y el cadáver de Gabriel permanecía tirado en la playa, como un enorme pez de piel tostada, de 1.80 metro de longitud, que hubiese sido lanzado por la fuerza de las olas. Algunas moscas verdes revoloteaban alrededor del cadáver, que ya empezaba a adquirir su rigidez.
El inspector terminó su gestión pasada la 1:30 de la tarde. Se escucharon versiones, tomaron fotografías y el secretario tomó nota de todo lo que el superior le indicó.
─ Es un antioqueño de apellido Tobón─, dijo alguien, dentro del corrillo que permanecía expectante.
─Los grumetes lo llevaron a la Base Naval─, afirmó un señor, con gesto sobrio.
El inspector ordenó el traslado del cadáver al hospital de San Antero, una construcción moderna, al borde de la carretera. Allí deberían hacer la autopsia de rigor. En la parte trasera de una camioneta de la policía, el cuerpo de Gabriel quedó tendido, cubierto por una sábana blanca que una vecina, muy consternada, ofreció con gentileza. Otro automóvil siguió a la camioneta; en él iban Sofía y su madre.
─ ¿Avisaron a la familia de Gabriel?-, preguntó sollozando Sofía.
─ Sí─, respondió la madre. Carmen Alicia habló por teléfono con un hermano de Gabriel. Los padres estaban en Santa Fe de Antioquia. Ya debió haberlos enterados.
Mientras que hacían el recorrido hacia el hospital, la mente de Sofía era un torbellino de suposiciones. ¿Qué motivos tendrían para matarle, cuando Gabriel era un hombre decente, respetuoso y muy dedicado al trabajo?
Ella, que iba a su lado cuando el homicida disparó su arma, pudo escuchar su voz temblorosa que, dirigiéndose al joven, sentenció: ─ ¡Al fin te encontré! ¡Por desgraciado te voy a matar! Era la único que podía recordar.
─No alcanzo a comprender por qué ese señor le quitó la vida a Gabriel–, le comentaba a su madre, sollozando. La señora, guardando silencio, solo se limitaba a abrazarla y a acariciarle sus cabellos, que ahora se veían desordenados.
Cuando el Inspector, acompañado por tres policías, llegó a la Base Naval, Jesús María Tobón permanecía sentado en un banco, resguardado por dos jóvenes grumetes. Fumaba un cigarro, con su mirada distraída, como si estuviese observando la inmensidad del mar que tenía ante sí.
─ ¿Fue usted quien disparó su arma contra el joven?–, le preguntó.
─ ¡Sí señor!─, le dijo, moviendo su cabeza.
─ Volvería a matarlo si lo encontrara vivo─, afirmó.
Aparentemente tranquilo, continuó:
─ Durante más de tres años lo había buscado, sin poder hallarlo. Hoy lo encontré. No le doy las gracias a Dios, quien nada tiene que ver en este asunto; pero sentiré un gran alivio cuando al volver a casa y vea a mi hija, que está en silla de ruedas, yo pueda comunicarle que he matado al hombre culpable de su desgracia–, concluyó, con voz cascada.
El arma, que ahora estaba en poder del comandante de la Base, era un revolver calibre 38, que el señor Tobón poseía de tiempo atrás, el cual le fue entregado al Inspector.
Jesús María logró dispararlo en tres ocasiones, pero solo dos proyectiles impactaron a Gabriel. Un tercero se perdió en el vacío, cuando la temblorosa mano del viejo le apuntó.
─ ¿Por qué lo hizo?─, lo interrogó el Inspector.
─ Es una larga historia de contar…, respondió, con gesto de tristeza.
A continuación, fue el viejo quien le preguntó al Inspector:
– ¿Tiene usted hijos?
─ Sí señor. Dos hembras y un varón.
─ ¿A qué viene esa pregunta?─, dijo después.
El rostro del viejo se descompuso, pero pausadamente le relató:
─ Mi hija, que aún no ha cumplido los veinte años, está en una silla de ruedas hace más de tres años, por culpa de ese sujeto.
Por el rostro del viejo, que ahora reflejaba una profunda tristeza, corrieron unas lágrimas que él enjugó con la manga de su camisa. Hizo una pausa y continuó su relato:
─ Mi niña no había cumplido aún sus dieciséis años, cuando este desgraciado la embarazó. Luego… la abandonó. Desesperada, ingirió una sustancia que le produjo daños neurológicos y estuvo en coma durante varios meses. Los médicos no la dejaron morir, pero ella no pudo volver a caminar. Su cerebro quedó lesionado. Apenas sí se le comprende lo que nos dice; se le moviliza en una silla de ruedas. ¡Es casi un vegetal!
Entonces, cubrió su rostro con las manos y un llanto tembloroso lo invadió.
El Inspector guardó un silencio respetuoso y se dirigió hacía el escritorio que ocupaba el Comandante. Firmó unos papeles en los cuales se hacía constar la entrega del detenido, en tanto que el Comandante lo entregó, resguardado por dos jóvenes grumetes.
Con su mirada dirigida hacia el mar, sin signos de remordimiento, encendió un tabaco y se entregó al Inspector.
─ ¡Señor Tobón, queda usted detenido para las investigaciones de rigor!
Jesús María guardó silencio e inclinando su cabeza, con pasos muy lentos, marchó con los agentes.
Cercano a San Antero, el cadáver de Gabriel yacía en una mesa de cemento del hospital, en espera del médico que efectuaría la autopsia.
Playas de El Porvenir (San Antero, Córdoba.)
19 de abril de 2003
Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia