Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia
Por: Médico asmedista Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia
En la riscada orilla, al final de la ensenada, las olas se rompían en mil pedazos, salpicando a los muchachos que alegres saltaban entre las rocas. Las playas de El Rodadero aparecían colmadas de gente, muchas de ellas procedentes del interior del país, que habían llegado a disfrutar de sus vacaciones.
Gaira, a escasos metros del mar, es un pueblo apacible que durante muchos años tuvo como principal ocupación la pesca. Los tiempos han cambiado y, ahora, muchos se dedican a pequeños negocios para atender a los turistas que buscan en sus playas un descanso pasajero, luego de un año de persistente labor. El temperamento abierto y receptivo de sus pobladores hace mucho más amena la estadía en ese lugar.
Entre la multitud que ocupaba los toldillos y las arenas de la playa, María Teresa y Julián descansaban plácidamente en compañía de unos amigos. Habían llegado cinco días antes, procedentes de Medellín en donde tienen sus negocios y ejercen sus profesiones.
─Tengo deseos de ir a saludar a mi padre –dijo Julián, dirigiéndose a María Teresa, quien, tendida en la playa, lucía un vestido de baño de fondo azul, muy floreado. Unas finas gafas oscuras protegían su vista del sol sofocante en aquella tarde de enero.
–Me informaron que está pasando vacaciones en casa de una hermana de crianza –agregó.
–¿Cuánto hace que no lo ves? – preguntó su esposa.
–Hace un mes nos encontramos. Lo noté muy desmejorado; su andar era torpe y arrastraba las palabras al hablar.
–Pero… ¿recibe tratamiento médico? –lo interrogó.
–¡Sí! –Padece problemas de la tensión arterial, que han afectado su corazón. Años antes fue un gran fumador y el tabaco alteró sus pulmones.
–¿Sigue escribiendo? –-preguntó María Teresa.
–Por momentos –fue la respuesta de Julián. Continúa siendo un gran lector.
No eran aún las cinco de la tarde, cuando decidieron salirse del mar. Se fueron al apartamento que habían tomado en alquiler, a menos de tres cuadras de la playa, y después de cambiarse de ropas se dirigieron a Gaira. Los separaban unos dos kilómetros o un poco más.
Frente a la iglesia, pintada de blanco, en cuya torre aparecía un reloj enmohecido que ya no marcaba las horas, un parque, bellamente arborizado… En la esquina noroeste del parque, en donde dos acacias enormes ocupaban la acera, una casa grande, cuyo amplio patio estaba sembrado de frutales, era el domicilio habitual de la familia Arregocés, muy apreciada en la población. A su lado, otra casa, no tan espaciosa como la anterior, en donde reside Sofía, una hija casada, con su esposo y sus dos hijos. Todos, amables y receptivos, acogen con cariño al viejo Simón, próximo a cumplir sus ochenta y dos años.
Vecino de Eloísa durante su niñez y su juventud, por la costumbre de compartir muchos ratos de alegría y de tristeza, se consideraban «hermanos de crianza”. La madre de Simón murió a causa de una fiebre puerperal, cuando este apenas contaba con diez años de edad. Don Tiberio, padre de Eloisa, y su segunda esposa, Adelina, se encargaron de cuidar al muchacho y a dos hermanos más, menores que Simón. La madre de Eloísa también había muerto cuando ella tenía dos años de edad.
Hacía más de cuarenta años que Simón había emigrado hacia el Departamento de Antioquia, mientras que Eloísa permaneció en el pequeño poblado, siendo testigo fiel de todos los cambios que había experimentado la playa de El Rodadero y también la pequeña población. Pero ni el paso de los años ni la distancia que los había separado, pudieron romper ese vínculo fraternal. Seguían comunicándose telefónicamente y, ocasionalmente, solían visitarse.
Cuando Julián y María Teresa llegaron a casa de Eloísa, esta conversaba amenamente con Simón, cuya piel blanca aparecía tostada por el sol, luego de dos semanas de vacaciones. Sus cabellos, completamente blancos y las arrugas que surcaban su frente y sus mejillas, compaginaban con su edad avanzada. Charlaban con entusiasmo, y reían, recordando pasajes divertidos de sus vidas, cuando apenas eran unos niños. Hacía más de tres años que no se veían, pero ahora pudieron encontrarse, con motivo de las fiestas de fin de año. La casa de Eloísa servía de albergue a Simón y a una pequeña nieta, que le acompañaba. Reposaban en sendas mecedoras, disfrutando de la brisa fresca que procedía del mar, allí en la acera de la casa.
Julián y su esposa les sorprendieron con su presencia. Ocuparon unas sillas de mimbre, de espaldares ovalados, que les brindó Eloísa.
–¡Desde cuando están por acá? –les preguntó.
–Llegamos el veintinueve de diciembre por la noche –puntualizó María Teresa. Estamos en compañía de unos amigos.
–Por un amigo me enteré que estabas acá –dijo Julián, dirigiéndose al padre. Quisimos venir a saludarles.
–Noto que estás muy tostado por el sol –agregó.
El viejo sonrió y con voz pausada le dijo:
— ¡Y eso que he ido a la playa en horas de la mañana, antes de que el sol caliente demasiado!
-Mi piel es muy sensible al sol –afirmó.
El viejo Simón y Julián permanecieron en la acera; la charla se tornó más personal. Julián contó a su padre sobre sus actividades profesionales y los proyectos que tenía en mente para el año que apenas se iniciaba. El viejo, por su parte, comenzó a relatarle fragmentos de la novela que escribía; había publicado varias y, a pesar de sus años, él intentaba seguir escribiendo. Su voz era quebrada pero hilvanaba con soltura sus ideas y al relatar el tema de sus escritos, solía acompañarlos con gestos teatrales y sus ojos brillaban de emoción.
Julián sonreía, admirando la capacidad creativa y la gran lucidez del anciano.
–¿Cuándo regresas a Medellín? –preguntó Julián al padre.
–Pasado mañana jueves, me iré. En el vuelo nocturno –agregó. Debo estar en el aeropuerto a las siete, ya que el avión sale a las ocho.
Julián miró, sorprendido, al viejo y lo interpeló: –¿Por qué viajas de noche y no de día?
El viejo Simón, llevándose la mano al mentón e inclinando un poco su cabeza, como si quisiera analizar su respuesta, le dijo:
–¡No hay cupo en los vuelos diurnos, hasta el próximo lunes!
–Además, el vuelo nocturno del jueves va directo a al aeropuerto de Rionegro.
Cambiando el tema de conversación, Julián preguntó a su padre sobre su estado de salud.
-─-¡Tú mismo puedes comprobarlo! En estos días he caminado mucho y no me he fatigado – le dijo, con aire satisfecho y cierto tono jactancioso.
Ambos festejaron la observación del viejo.
Súbitamente, el rostro del anciano se tornó muy serio y mirando fijamente a Julián, le dijo:
-─¡Quiero contarte un asunto!
-─¿De qué se trata, papá? –le interrogó Julián.
Con una sonrisa, un poco forzada, el anciano le respondió: Es una tontería… pero te la contaré.
Con actitud muy solemne el viejo empezó a relatarle acerca de un sueño que había tenido.
-─Hace algunas noches, ya era de madrugada, soñé con mi padre –le dijo.
-─Sabes bien que él murió hace muchos años, en Manizales –agregó a su relato.
–¿Y qué soñaste?
–Vestía una bata larga, de un azul intenso. Su pelo, abundante y casi blanco, lucía desordenado, cubriéndole parcialmente sus orejas. ─Durante mucho rato me pareció ver su figura, que recorría un largo corredor, adornado con geranios, sembrados en varias canastillas que colgaban del alero de la casa.
–Muy serio y en tono imperioso me dijo: –¡Pronto vendré por ti!
-─¿Cuándo será eso? –le pregunté.
─¡Antes del veinte! –fue su respuesta.
─ ¿El veinte de qué mes? —volvió a preguntarle.
─ El veinte de enero –dijo, con una sonrisa burlesca. ¡No te preocupes, me dijo, que el final será tranquilo! Agregó, haciendo un gesto con sus manos.
─ ¿Y… entonces… qué pasó? –le preguntó, impresionado Julián, ante la descripción tan detallada del sueño del anciano.
─Luego, desapareció. Yo desperté, muy perturbado y con algo de preocupación.
─No hay razón para que estés preocupado! Fue sólo un sueño y…tal como lo dice el adagio: «los sueños… sólo sueños son.» –Dijo Julián, sonriendo. Quería restarle importancia al asunto, cuando comprendió que a su padre le había impresionado el sueño referido.
El viejo Simón asintió con la cabeza, como si aceptara la realidad del dicho popular y la opinión del hijo.
–¡Sí! ¡Sí! ¡Lo recuerdo muy bien! Pero… ese sueño fue tan real.
–En fin, cambiemos de tema –dijo, con una leve sonrisa.
María Teresa y Elísa volvieron a hacerles compañía y a participar activamente en la conversación.
Degustaban un par de wiskys, cuando el reloj de pared señaló las once de la noche. Ambos se mostraban eufóricos. No faltaron las anécdotas y aún los chistes, que todos festejaron, hilarantes.
Un poco antes de la media noche, María Teresa y Julián se despidieron de Eloísa y Simón. El miércoles vendré por ti para llevarte al aeropuerto –le dijo Julián a su padre.
–¡Estaré aquí a las seis en punto! –le aseguró.
–¡Muchas gracias! ¡Te esperaré! – Le dijo el anciano, con voz quebrada, por efecto de los tragos.
En su automóvil, Julián y María Teresa partieron hacia El Rodadero.
A pesar de la hora, la agitación allí era patente. Muchos jóvenes, algunos de ellos bajo los efectos del alcohol, formaban corrillos y escuchaban música estridente. Escasos restaurantes permanecían abiertos, atiborrados de turistas que departían al calor de unos tragos. En la playa también se veían grupos de muchachos que charlaban alegremente, alrededor de unas fogatas. Pero María Teresa y Julián deseaban descansar y se dirigieron a su apartamento.
El verano había imperado durante varios días, pero el jueves 3 de enero por la tarde el cielo comenzó a tornarse gris. Cúmulos de nubes se desplazaban lentamente hacia el sur y una leve brisa fría modificó la temperatura. Tal como lo había prometido, Julián llegó un poco antes de las seis a casa de Eloísa; le acompañaba María Teresa. Ya su padre tenía ordenadas las maletas y la pequeña Rosario, su nieta, lucía bien acicalada y contenta por la cercanía del viaje. Una tenue llovizna caía sobre el poblado, cuando el grupo familiar partió hacia el aeropuerto, situado a menos de veinte minutos.
La lluvia arreció y, cuando llegaron al aeródromo, el descenso se hizo dificultoso. Un mozo les facilitó un gran paraguas y llevó sus maletas hasta la recepción. Mientras que esperaban la salida del avión, conversaron sobre temas diversos. El sueño con el padre volvió a surgir durante la charla, pero Julián le restó importancia y, a propósito, cambió el tema de la conversación. No le cupo la menor duda de que la imagen del abuelo rondaba por la mente de su padre.
Cuando llamaron para abordar la nave, llovía con menor intensidad. Protegido por un paraguas, Julián acompañó a su padre y a la niña hasta el avión, en donde los recibió una azafata vestida de un elegante uniforme azul turquí. El viejo subió la escalerilla con cierta dificultad. Se despidieron con un abrazo.
–¡Gracias, por todo! –le dijo, cuando cruzaba el umbral de la portezuela del avión.
–¡Adiós! ¡Nos veremos pronto, allá en Medellín! –dijo Julián, con una amplia sonrisa. Trataba de disimular su preocupación por el estado de salud de su padre.
Eran las ocho y diez minutos cuando el avión avanzó hacia la pista, para iniciar su vuelo. El viaje, hasta el aeropuerto de Rionegro, tendría una duración aproximada de hora y media. Fue la última vez que Julián y su padre tuvieron la oportunidad de conversar.
A principios de la segunda semana del mes de enero, Julián y María Teresa regresaron a la ciudad de Medellín. Deberían comenzar sus labores profesionales, luego del descanso en las playas caribeñas.
Dos semanas después de haberse despedido de Julián en el aeropuerto, el viejo Simón festejaba, en familia, el cumpleaños de una nieta. Conversaba, muy entusiasmado con los allí presentes, cuando súbitamente sintió un mareo y, sin fuerzas, se reclinó en un sofá. En principio creyeron que era efectos de unos pocos tragos que había tomado, pero cuando notaron que el anciano convulsionaba, resolvieron llevarle a una clínica cercana. Eran las 9 de la noche del 20 de enero.
Cuando llegaron a la clínica, no fue capaz de responder a las preguntas que le hacía el joven médico que le atendió; estaba confuso y desorientado. El profesional comprendió, desde un principio, la gravedad del viejo y dispuso su traslado al Hospital San Vicente de Paúl, en donde existían mejores recursos. Cuando lo ingresaron al sanatorio, ya había perdido el conocimiento.
Lo llenaron de tubos: por la nariz, mediante un catéter recibía oxígeno; una sonda vesical facilitaba la eliminación de los orines; por las venas de sus brazos le transfundían líquidos y medicamentos. Permanecía inmóvil, con su mirada fija, como si estuviera observando y reconociendo a quienes le rodeaban, sin poder comunicarse con ellos. El neurólogo lo examinó en la madrugada. La radiografía del cráneo reveló un extenso derrame que ocupaba el hemisferio cerebral izquierdo, causa principal de su estado crítico.
Un neurocirujano opinó sobre las posibilidades de un drenaje craneal sin garantizar su recuperación. Su médico de cabecera y amigo personal, más comprensivo, tomó la decisión de no dejarle intervenir quirúrgicamente. Tres días más tarde, una bronconeumonía complicó su estado de salud, ya deteriorado, y acabó con su vida
El padre de Simón había cumplido su promesa.
10 de enero de 2003
Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia