Liceo Departamental de Andes

Apartes de una autobiografía inconclusa

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico asmedista Guillermo Henao Cortés (foto)
Ginecoobstetra, poeta

Como mencioné antes, mi familia era gaitanista. Los conservadores nos desplazaron para Medellín. Por contactos que se tenían con Don Miguel, que había sido mi maestro de cuarto de primera en Bolívar y ahora era el Director del Liceo Departamental de Andes, a mí me dejaron en el cruce de carreteras, la que seguía para Medellín y la que iba para Betulia, Andes y Jardín. Al llegar a Andes, muy grande y populoso comparado con Bolívar, me recibió una familia conocida de la mía.

Al día siguiente me llevaron al Liceo, donde estaría como interno. Se sale un poco del pueblo por la carretera que va para Jardín. Ninguna en esa época era pavimentada. Suelo muy pedregoso. A poco andar se divisó el colegio, que quedaba en una amplia hondonada y era un gran cuadrado. Para llegar a ella se abandonaba la carretera para Jardín y se bajaba por un camino estrecho.

A lo primero que se llegaba, antes del edificio, era una cancha de fútbol. La primera que conocía. Al ingresar al edificio, un primer piso, a la izquierda era una galería de puertas. La parte opuesta del cuadrado era una pared. La galería de salones estaba a lo largo del corredor en escuadra. La parte primera parte, a la que se llegaba por la puerta de ingreso al edificio, a la derecha. eran oficinas, entre ellas la del Director, Don Miguel. La otra rama del corredor en escuadra, el más largo y a la izquierda del ingreso, daba acceso a una hilera de salones. El primero era la biblioteca y supe después que también servía para dar y recibir clases. Seguían los demás salones de clase, uno de ellos servía para guardar objetos didácticos. Al final estaban el comedor y luego la cocina. A la derecha de ésta había unas escalas para bajar (y subir) a un sótano, en donde estaban los dormitorios de los internos.

El corredor en escala tenía una chambrana de muchas varillas de madera. Abajo había un patio poco usado y al final los dormitorios. Era un gran salón con muchas camas. Me indicaron la que iba a ocupar durante toda mi estadía. Junto a ella, un pequeño baúl con candado, del cual sería responsable, para guardar mis pertenencias.

Eran muchos los internos. Provenían de casi todos de los pueblos del suroeste, desde quinto de primaria (como yo, en Bolívar sólo llegaba a cuarto) y hasta sexto de bachillerato. Aunque yo hablaba poco con ellos, me enteraba por lo que les oía que muchos eran de familias desplazadas por los conservadores, como yo y como en la mayoría del país (después me contaron que en algunas partes había sido lo contrario: liberales persiguiendo conservadores). Otros internos no estaban allí por las mismas circunstancias. Eran de familias casi siempre acomodadas y que los enviaban por el prestigio del Liceo.

La biblioteca me fascinó.

Nunca había visto una biblioteca.

Eran cuatro estantes repletos de libros por lado y lado. Con mis antecedentes de “bibliotecario” en el salón del cuarto año del colegio de Bolívar y de las lecturas que le oía a mi madre, como mencioné, en mis ratos libres me iba para allá, si no estaba ocupado, pues también servía de salón de clases.

Por primera vez leí títulos de libros y nombres de autores de fama internacional, traducidos al castellano y de muchos literatos españoles y algunos colombianos. El Quijote, Lope de Vega, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, José Asunción Silva, Julio Flórez, José Eustasio Rivera. Shakespeare y Voltaire. De éste leí completo La Doncella de Orleans. No me gustó. No acepto que se utilicen calumnias, difamaciones y mentiras para referirse a nadie, así sea un contrario o adversario.

En la cancha de fútbol jugaban los internos de los años superiores con muchachos que venían del pueblo. A mí me gustaba jugar en Bolívar, en la manga de Don Manuel, con la pelota de trapo que me había hecho mi hermano Alberto. Ahora conocía un balón de fútbol de verdad. ¡Qué emocionante ver la pelota por los aires, rebotar en el piso de tierra o ser captada con habilidad por alguno de los jugadores!

Yo asistía como espectador muchas veces. Alguna de ellas uno de los jugadores me invitó a participar. Me extrañé, pues yo era de quinto de primaria y ellos de los años finales del bachillerato. Participé con frecuencia, aunque pocas veces logré darle al balón. Sin embargo, en un entrenamiento realicé un gol olímpico. Quizás por ello me invitaron a participar en un partido oficial entre el equipo del colegio (sus integrantes, repito, eran de los años mayores) y uno del pueblo, con nutrida asistencia de espectadores. “Jugué”, no recuerdo si unos quince minutos o algo más, corriendo hacia adelante y hacia atrás, por el lado izquierdo, sin jamás darle una sola vez a la pelota. Fue la última vez que “jugué” fútbol.

En una ocasión aparecieron una tarde varios músicos de Medellín con el gran doctor Alfonso Ortiz Tirado, a quien ya había escuchado por la radio muchas veces. Nos cantó preciosas canciones. Fue admirable e inolvidable conocerlo en persona. Hasta obtuve su autógrafo en un libro de física que yo tenía y que perdí después.

Cuando nos servían el almuerzo noté que una empleada de la cocina me miraba con deferencia, como si me conociera. En una ocasión me preguntó por mi madre. Que cómo estaba. Que ella le había hecho muchos favores en Bolívar. Me atendía con dedicación, sin descuidar a los demás.

Un discípulo del colegio del último año, no recuerdo si era interno o no, posiblemente sí, ni tampoco sé por qué, se dirigía a mí con alguna frecuencia para comentar diversas cosas, casi siempre del colegio. Yo le escuchaba, rara vez hablaba también, como es mi costumbre. Era de mediana estatura y un poco moreno. Era un nativo oriundo de Cristianía, resguardo indígena emberá, cercano a Andes pero ubicado en el municipio de Jardín. En su idioma se llama Karmata Rúa, que significa: «tierra de la pringamoza”.  En una ocasión me invitó a visitarla. Estuve en el bohío de su familia, vi de lejos otros; no sé cuán extenso era el poblado.  Conocí a su madre y hermanas, muy calladas. Entre ellos hablaban en emberá; conmigo, lo poco que hablaron, en castellano.

Cuando el año lectivo estaba próximo a terminar y yo me vendría para Medellín, me dijo que tenía que ir a Medellín a algunas gestiones y que si podía ir conmigo.  Por supuesto, le dije. Lo llevé a mi casa, le presenté a mi madre y hermanos. Madrugó a hacer sus gestiones, que duraron varios días. Dijo que volvería y así fue.  En esta ocasión nos informó con alegría que había sido aprobado para estudiar derecho en la Universidad de Antioquia. Fue a Cristianía para informar a su familia y para traer sus pertenencias. Regresó, estudió toda su carrera estando en nuestra casa. Jamás mi madre le cobró por su estadía con nosotros. Al terminar y obtener su título se despidió, dio las gracias y nunca más supimos de él.

Muchos años después, por una corta noticia en la prensa, supimos que había sido asesinado en Andes, al parecer en defensa de su región. Se llamaba Aníbal Tascón.

Ahora encontré en Google la siguiente nota:

LUIS ANÍBAL TASCÓN

10 de abril de 1981

El 10 de abril de 1981 el abogado egresado de la Universidad de Antioquia, exgobernador de las comunidades indígenas de Cristiania y el Alto de Andágueda, LUIS ANIBAL TASCÓN GONZÁLEZ, fue asesinado por un paramilitar que le disparó a quemarropa cuando se dirigía entre Andes y Jardín, en Antioquia.

Por el asesinato del dirigente y ante la ola de atropellos de que son víctimas los indígenas de la región desde hace varios años, estos han exigido severas investigaciones y medidas que pongan fin a la situación de amenazas, represión y asesinatos que les afecta y que según sus declaraciones son promovidos por terratenientes del lugar. Una comisión de la seccional del Comité por los Derechos Humanos de la capital antioqueña se desplazó al lugar con el fin de enterarse de los hechos.

A las pocas semanas de estar yo en el colegio, una mañana de un lunes vi pegada a la pared cercana de la secretaría, un papel con unos versos, sin firma de autor. No los entendí, pero me pareció curioso. En las mañanas siguientes de los lunes ocurrió lo mismo. Al calcular la hora en que aparecían fijados, un lunes que no tenía clase a esa hora, me fui temprano a esperar al sitio donde siempre aparecían. Llegó un alumno mayor (después supe que era de sexto), fijó el papel y se fue.

Esta vez no quedé leyendo sino que seguí detrás de él y vi que entraba en el salón que no era de clase sino depósito de materiales didácticos y otros enseres.

Aprendida esa rutina observé qué días de la semana y a qué horas entraba a ese salón. Tenía la llave y allí permanecía unas horas. Este salón tenía ventana y a través de ella yo observaba lo que hacía.

Lo hice en varias ocasiones. No sé si al principio se daba cuenta de mi presencia; después sí, y luego me abrió la puerta y me invitó a entrar. De lo mucho que había allí, lo que me interesó fueron una máquina de escribir (no había conocido una antes); unas hojas de un papel que no era el habitual y conocido (me dijo que se llamaba stensil), y un aparato grande como si fuera una imprenta. El escribía y luego llevaba el stensil y lo insertaba en la máquina (lateralmente tenía perforaciones). Movía repetidamente una palanca y aparecía en papel ordinario lo que había escrito.

Algunas veces (fueron pocas), del colegio nos llevaban en fila a la misa de los domingos. No lo volvieron a hacer porque la situación de violencia se agravó, aunque no tanto como en Bolívar. A veces se oían disparos en el parque frente a la iglesia.

En la última (ya los ánimos estaban bastante tensos) el sacerdote gritó en el púlpito: ¡Los liberales se salen! Algunas personas lo hicieron.

A pesar de ello, los internos más pudientes y sus amigos se iban por las tardes al parque del pueblo. Quedábamos más bien pocos. No sé qué hacían. El compañero literato mío, como yo, no tenía dinero para salir a pasear. A él se le ocurrió una idea maravillosa. Contiguo al edificio había un sembrado de hortalizas, supongo que para usarlas en nuestra alimentación. En un pequeño prado cercano nos sentábamos o nos recostábamos en la hierba, comíamos zanahorias y él se ponía a leer poemas en voz alta. Cuando yo no entendía le pedía explicaciones. Esto lo hicimos muchas veces, hasta cuando se terminó el año lectivo. Después no lo volví a ver.

Muchos, muchos, muchos años después, estudié los dos tomos de Antología Crítica de la Poesía Colombiana, 1874-1974, de Andrés Holguín (Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, segunda edición, 1981).

Cuando analiza el grupo nadaísta, expone muy acertadamente sobre Gonzalo Arango, fundador del nadaísmo (había nacido en Andes pero era mayor y ya no vivía allí (lo conocí mucho después en la biblioteca de la Universidad de Antioquia, cercana a la Plazuela de San Ignacio).

Al terminar expone:

Volteo la página y veo el retrato de x-500 4 (Jaime Jaramillo Escobar):

 

¡Era mi amigo de Andes!

Y no sólo es el más grande de los poetas nadaístas sino, en mi opinión, de Colombia actual. Le he aprendido mucho, no sólo en Andes, sino siempre, hasta ahora.

Para muestra uno de los más grandes poemas escritos en Colombia:

PROBLEMAS DE LA ESTÉTICA CONTEMPORÁNEA

La magnitud de la humanidad pesa sobre cada uno de nosotros, y sentimos profundamente a los antípodas pateando sobre nuestro corazón.

De modo que no es extraño que andemos como unos cristos abofeteados en busca de una cruz para apoyarnos.

Habiendo subido a lo alto de una colina una noche, ante mí se extendía la ciudad como una piel de tigre.

Y en el licor de las copas cintilaban las lucecillas de tres almas.

La última era la mía, alma siempre sobrante y solitaria.

Por el aire volaban dentelladas y entonces apareció el Diablo y me dijo: –»Te lo daría todo si postrado me adoraras”.

Ser el dueño del mundo es lo mismo que no tener nada, pues el error existe en todo y siempre nos engañan.

Mis jeans y mi chaqueta no se pueden cambiar por un edificio de cinco pisos ni por un puesto en las oficinas del Gobierno.

Prefiero andar derrotado por los alrededores de talleres de mecánica y cobertizos de carros.

Allí todos tratan de poner en sus vidas las mejores cosas que pueden, y así recogen una flor, una novia y un espejo.

Este esfuerzo colectivo me enternece y de pronto, sin darme cuenta, le sonrío a la gente como un perro.

Una mañana andaba un hombre desnudo por las calles de la ciudad.

La policía lo metió a la cárcel pocas horas después, como a todo hombre que intenta ser feliz.

Porque todo lo que no está dentro de la Ley está fuera de ella.

Y dentro de la Ley no puede haber un hombre desnudo porque la Ley es hecha por los representantes de los propietarios de las fábricas de tejidos.

Como tampoco puede haber un hombre con hambre, porque el hambre del pobre es resbalosa.

A la puerta de un pequeño restaurante donde entré un día se paró un hombre hirsuto que después de mirar se fue diciendo:

–»¿Conque comiendo, eh? ¡Me alegro, me alegro!»

Y su risa cayó sobre la sopa como una araña negra.

El fabricante de rosquillas puede al menos comérselas, pero el que sólo sabe hacer poemas, ¿qué comerá?

Si una pregunta no tiene respuesta lo mejor es cambiar de pregunta y de problema.

Para eso hay petulantes que nos dicen:

–“¡Dedícate a la estética!”.

 

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia