Cuento
Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia
Por: Médico asmedista Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia
Una mañana del mes de agosto, cuando el sol reverberaba sobre las arenosas calles de Barranquilla, Sebastián la vio por vez primera. Era domingo y se dirigía al parque cercano a su residencia, con el propósito de estrenar unos patines que le había obsequiado un pariente.
Ella lucía unos cortos pantalones y una blusa amarilla, muy ceñida a su cuerpo, que resaltaba su figura esbelta. Con una manguera regaba el jardín que adornaba el frente de su residencia. Tendría unos treinta años. Sebastián recién había cumplido sus diez y ocho.
Extasiado en la figura de la joven detuvo su marcha por un instante para llenarse todo de ella. Ella sonrió, satisfecha, alegrando su rostro acanelado, que dejó sin aliento al muchacho.
─¿Qué miras? – preguntó con gesto adusto.
─ El jardín de su casa. ¡Usted resalta entre las flores!
María Elena sonrió, agradeciendo la lisonja.
─¿Cómo te llamas?
─Sebastián –dijo el muchacho, algo turbado.
─¿En dónde vives?
─ A tres cuadras de aquí, muy cerca de la iglesia.
─Entonces… somos vecinos –le dijo, enarcando sus cejas y mostrando su bella dentadura.
─¿Hacia dónde te diriges? –volvió a preguntar la mujer, que había dejado de regar el jardín.
─Voy al parque, a patinar –le dijo, mostrándole los patines que portaba en sus manos.
Ella asintió con la cabeza, diciéndole:
–¡Cuídate de una caída!
─Seré muy cuidadoso. ¡Gracias! ¡Hasta luego! –dijo el muchacho y continuó su camino, portando en su mente la imagen de la mujer.
María Elena estaba casada con un hombre un poco mayor que ella, dedicado al comercio de artículos electrodomésticos, que solía introducir de contrabando por Panamá y la Guajira. Fornido y musculoso, de carácter agrio, solía tratar a sus empleados con arrogancia, haciendo poco uso de la delicadeza y el respeto.
Hacía cerca de cuatro años que había contraído matrimonio con María Elena, mas no habían concebido hijos. Por sus negocios, solía ausentarse del hogar durante días y era poco comunicativo con su mujer acerca de sus actividades comerciales.
Durante sus ausencias, María Elena solía acompañarse de Carmelina, una mujer entrada en años, que se encargaba de ayudarle en los oficios domésticos y en la cocina.
La casa situada en un sitio muy tranquilo, era muy amplia y dotada de todo lo necesario para vivir con suficiente comodidad, gracias a los negocios del esposo y a los diversos artículos de contrabando que acostumbraba ingresar al país. Aquel hombre, poco comunicativo y algo tosco en sus modales, la había llenado de lujo y colmado de aburrimiento.
La soledad la llenaba de tristeza y, en más de una ocasión, recurrió a unas copas del whisky que importaba su marido, mientras que escuchaba las sentidas notas de un bolero o de unas rancheras. En su angustia, precisaba de alguien para compartir sus tardes de tedio.
Dos semanas más tarde, cuando Sebastián regresaba de sus prácticas deportivas, sudoroso y cansado, volvió a verla en el ante jardín. Tijera en manos, podaba los arbustos que lo adornaban. Intentó continuar su marcha, pero la voz de María Elena lo detuvo.
─¿Por qué no saludas Sabastián?
─ La observé tan ocupada que no quise interrumpirle.
─ No hay excusas para dejar de saludar a una amiga –dijo ella en tono jovial.
─Perdone, en ningún momento pretendí ignorarla. La he tenido presente en estos días, dijo el muchacho, algo sonrojado. Ella sonrió satisfecha y agradeció el cumplido.
─Te noto sudoroso. ¿Desearías beber algo?
─Si no es molestia para usted, aceptaría un vaso de agua bien helada.
─Gustosa te traeré el vaso de agua. Pero… síguete –le dijo, indicándole la puerta de la casa. Debo ir a la nevera por el agua. Carmelina, la señora que me acompaña, suele descansar los domingos.
Sorprendido, Sebastián le siguió los pasos.
─Sigue y siéntate, le dijo, mostrándole una silla de descanso que estaba en el recibo, bellamente decorado.
Algo turbado, el muchacho la vio partir hacia el interior, cimbreando bellamente su cintura, luciendo unos mini pantalones y una camiseta rosada, muy adheridos a su escultural cuerpo. Anonadado, recorrió con la vista unas hermosas pinturas que colgaban de las paredes del vestíbulo.
Cuando María Elena regresó con el vaso de agua, pudo observarla con su andar cadencioso y una alegre sonrisa que adornaba su bello rostro.
─Toma. Te refrescará un poco mientras llegas a casa.
─Cuando regreses de hacer deporte, siempre habrá un refrescante para ti, si lo deseas –le dijo luciendo una sutil sonrisa.
─¡Gracias! Muchas gracias.
─¿Siempre eres así de tímido? –Le preguntó.
─Soy…. más bien prudente.
─La prudencia es apropia de los seres inteligentes, leí en un texto.
─¿Acaso eres temeroso? –le preguntó María Elena, socarronamente,
El muchacho rió, diciéndole:
─¿A qué debo temerle en este caso?
─Era una simple pregunta. Por curiosidad, me gustaría conocerte mejor.
El joven enrojeció, mientras que la contemplaba de pies a cabeza, parada frente a él.
─Debo irme. Tengo pendiente algunas tareas. Le agradezco el vaso de agua, y, desde luego, su cordialidad.
Cuando el muchacho se puso de pies, ella le tendió la mano, que apretó con fuerza, diciéndole: ─Espero volverte a ver, si es que no sientes temor. Entonces rió con picardía.
─¡Adiós! Y… muchas gracias.
─Cambiemos ese adiós por un ¡hasta pronto! Suena más amistoso.
El muchacho asintió con su cabeza y continuó su marcha.
Ella se dirigió hacia el antejardín, tijeras en mano.
Enrique Arosemena había nacido en Panamá y desde muy joven se había dedicado al contrabando de diversos productos, que ingresaba desde el puerto libre de Colón a las ciudades costeras del Caribe colombiano. María Elena, nacida en Bucaramanga, pero radicada en Barranquilla desde tierna edad, conoció a Enrique hacía poco más de cuatro años. Luego de un corto noviazgo contrajeron matrimonio y él resolvió residenciarse en Barranquilla para que María Elena estuviera cerca de su familia, cuando él estuviese viajando.
Amigo de los juegos en casinos, solía acompañarse de sujetos de costumbres semejantes, pero se mostraba reservado para comentarle a su esposa acerca de las intimidades de sus negocios. Bondadoso con el dinero, la llenaba de joyas y comodidades, y tales acciones parecían bastarle a María Elena para hacerla feliz, ya que le permitían ayudar a sus parientes más cercanos.
Durante las largas ausencias de su marido, el tedio la consumía y sólo la lectura y la televisión sosegaban un poco su estado de ánimo. Desinteresada por la vida social, sus amigas eran muy escasas.
Enterada de que su marido se demoraría varios días en Panamá, en uno de sus viajes de negocio, un domingo, mientras regaba el antejardín de su casa, un poco inquieta, esperaba el paso de Sebastián. Cuando lo vio, no tuvo reparo alguno para llamarle la atención.
─Hacía varios días que no te veía pasar por acá. ¿Acaso cambiaste de vía para ir al parque? –Le preguntó, sonriendo.
─¡No! Esa no fue la verdadera razón. Estuve preparando unos temas para un examen trimestral.
─Acércate. Deseo hacerte una invitación, que espero no tomes como una imprudencia de mi parte.
─¿A dónde quiere invitarme?
─¿Te gustaría ir conmigo a Pradomar un día de estos?
Sonrojado, el muchacho guardó silencio por un instante, observándola enfundada en unos cortos pantalones y una camiseta de mangas cortas muy ceñidos. Luego, dejó escapar una sonrisa nerviosa.
─Podría ser el miércoles por la tarde. Tenemos una cabaña allá, frente al mar. Allá hay vestidos de baño por si acaso se te antoja darte un chapuzón.
Confundido por la propuesta de la osada mujer, sólo atinó a preguntarle:
─¿Quiénes más irán?
Sonriendo alegremente, María Elena le dijo:
─Sólo nosotros dos. No temas, mi marido está en Panamá y no regresará sino la próxima semana.
─¿No teme usted tomar esos riesgos?
─Todo quedará entre los dos. Yo podría recogerte, donde me indiques, el miércoles a las dos de la tarde. ¿Aceptas?
─En días pasados le confesé que soy amigo de la prudencia.
─Ya lo veo –dijo la mujer con rostro alegre. Te daré mi teléfono. Si te decides, llámame antes del miércoles.
Sorprendido, ante los inesperados requerimientos de María Elena, anotó el número telefónico en una pequeña libreta de bolsillo y continuó su camino, no sin antes despedirse de ella amablemente.
Mientras se dirigía al parque, por su cabeza circulaban ideas encontradas acerca de cómo debería proceder ante la sorprendente actitud de la mujer. Apenas si la conocía y tal osadía, a pesar de ser una mujer casada, le daba a entender que aquella joven no era feliz al lado del hombre con quien vivía. Por otra parte, sacando a flote sus instintos que opacaban parcialmente la reflexión, pensaba que si rechazaba a esa mujer, su virilidad podría ser puesta en duda por ella. La atractiva mujer le llamaba la atención, pero temía verse enredado en un berenjenal.
Durante toda la mañana la tuvo en su mente; cuando retornó a su casa, tomó una vía distinta para evitar encontrarse con ella. Pero los repetidos flirteos de la mujer lo tenían preocupado. Decidido a correr la aventura, la llamó por la línea telefónica, aceptando la invitación.
El miércoles, poco antes de las dos de la tarde, María Elena, conduciendo un Renault de modelo reciente, lo recogió en una esquina cercana al parque. Lucía una blusa vaporosa, beige, y unos pantalones blancos que modelaban bellamente su figura. Su pelo suelto, de un negro intenso, realzaba su bello rostro.
─Gracias por venir, le dijo, acariciando tenuemente su cara.
─Gracias a usted, por su invitación.
─Deberías tratarme con más confianza. Recuerda que mi nombre es María Elena.
Él joven sonrió, asintiendo con su cabeza.
Tomaron la carretera que conduce a Puerto Colombia. Minutos después arribaron a Pradomar. Unas pocas casas ocupaban el lugar donde estaba situada la de María Elena. De dos pisos, pintada de blanco, con un amplio mirador en el segundo; en el primero un garaje muy amplio en el cual guardó el automóvil la mujer.
Cuando el muchacho descendió del carro, ella lo tomó de la mano y lo guió hasta el interior de la residencia. Prendió el aire acondicionado y lo invitó a sentarse en un diván que ocupaba el recibo.
─¿Deseas tomar algo? –le preguntó, con una jovial sonrisa.
Anonadado, sólo se le ocurrió decirle: ─¿Y tú , no vas a tomar algo?
─Traeré un par de ginebras para los dos –afirmó.
Poco después la mujer regresó con dos vasos que contenían el licor, con algunos trocitos de hielo.
─Espérame un momento. Voy a cambiarme de ropa –le dijo, y se retiró hacia uno de los dormitorios.
El muchacho, en silencio, contempló el mar a través de los ventanales del frente de la casa. El murmullo de las olas se escuchaba cadencioso.
Pocos minutos después apareció María Elena, vistiendo un bikini de color lila y sandalias del mismo color. Despedía una fragancia de un fino perfume, que llenó el ambiente. Cuando ocupó el mismo diván en el cual reposaba Sebastián, la mente del muchacho se turbó por un instante.
─Brindemos por este encuentro, que ojalá no sea el único –le dijo, sonriendo.
El muchacho, asintiendo con la cabeza, levantó el vaso y lo topó levemente con el de ella.
─Enmudeciste. No me has dicho nada acerca del vestido de baño. Es nuevo; lo compré para lucirlo para ti.
─Te queda muy bien. Luces muy hermosa. –Le dijo el muchacho, con voz muy queda.
─¡Gracias! Dijo, acariciándole una mejilla. Luego, tomándole una mano, le preguntó:
─¿No deseas ir un rato al mar? En el ropero hay varios vestidos de baño de varias tallas. Pruébatelos.
Sin esperar respuesta, María Elena lo tomó de la mano y lo llevó a un pequeño vestuario, en un armario en el cual había varios vestidos de playa, cañas de pescar y objetos deportivos.
─Te dejo para que te pruebes una, le dijo, señalándole varias pantalonetas de baño.
El muchacho callaba, embriagado por el perfume que despedía su cuerpo, muy cercano. Eligió una pantaloneta azul oscuro que le venía bien.
Sentados en el diván degustaron un segundo trago que había preparado la mujer y luego se dirigieron a la playa, que permanecía solitaria. El sofocante sol del medio día había tibiado las aguas del Caribe, cuyo oleaje estaba sosegado. Penetraron algunos metros y divertidos retozaron por espacio de media hora, rozándose ocasionalmente, aumentando el deseo que ya bullía en sus mentes y en sus cuerpos.
Cuando María Elena se le acercó con su mirada seductora, el muchacho no pudo contenerse, la abrazó con fuerza, mordió sutilmente sus labios encarnados y un temblor lo recorrió todo, encendiendo su cuerpo que se había enfriado un poco con las aguas del océano. Aturdida, ella también sintió la fuerza de la virilidad del muchacho que le rozaba sus muslos delicados.
Entonces, comprendiendo la situación, sólo atinó a decirle:
─Es mejor que volvamos a la casa. Es justo otro trago para celebrar nuestro encuentro.
─Lo acepto –dijo el muchacho, más animado.
Envueltos en sendas toallas regresaron a la casa y ocuparon una banca de madera en el patio interior, adornado por cuatro espigadas palmeras.
Ella se dirigió al bar y poco después regresó con dos tragos de ginebra. Entregó uno al muchacho y lo invitó a brindar: “por el inicio de esta amistad que espero sea duradera”.
Sebastián sonrió y contemplándola, luego de depositar el vaso en una pequeña mesa cercana, la cubrió con sus brazos y juntó sus labios con los de ella, que alegre respondió ante la apasionada actitud del muchacho.
Comprendiendo que sus propósitos estaban a punto de cumplirse, le dijo: ─Ven. Vayamos a la alcoba.
Tomados de la mano se dirigieron al dormitorio. Una amplia cama, cubierta por un lujoso edredón beige, fue el sitio elegido para desahogar todas sus emociones represadas e iniciar un romance que habría de brindarles momentos de satisfacción, así como pesares.
Cuando el radiante sol se ocultaba por el horizonte y el firmamento se pintaba de colores, retornaron a la ciudad con sus rostros plenos de felicidad.
─Es necesario, ahora sí, que seas lo suficientemente prudente acerca de nuestro encuentro −le dijo, acariciando su rostro juvenil. Espero que podamos seguir viéndonos –agregó la mujer.
─Ahora, quien debe ser prudente seré yo –le dijo María Elena.
─Te avisaré, cuando podremos vernos.
El muchacho asintió con su cabeza y le dijo: ─Yo también deseo volver a estar contigo.
Ella sonrió satisfecha. Sus encantos de mujer y sus argucias, para complacer sus instintos con aquel joven estudiante, estaban dando sus resultados.
Pensativo, el muchacho le observó: ─No deberías arriesgarte demasiado.
Comprendía, con suma claridad, los riesgos que corría si el marido, quien la llenaba de joyas y poco amor, lograba descubrir sus aventuras. Pero la pasión que le había despertado aquel muchacho, era más fuerte que los llamados de la razón.
Poco antes de las seis y media de la tarde lo dejó en una calle cercana a su residencia. Los días que siguieron fueron de preocupación para el joven. Deseaba estar con ella, más la razón frenaba sus deseos. Otra tarde que volvieron a la playa, la presencia de unos vecinos que fueron testigos de su baño en el mar, les causó una gran preocupación.
─Si mi marido se enterara, le diré que fue un encuentro casual con el hijo de una familia amiga.
Un domingo, cuando permanecía sola en casa, María Elena lo invitó a entrar.
─¿Dónde está tu esposo? –le preguntó, con gesto adusto.
─No temas. Está en Venezuela, trayendo una mercancía.
Luego de brindarle un coñac, ansiosa como estaba, lo llevó a su dormitorio, bellamente decorado, donde dieron escape a sus sentimientos, mezcla de pasión y de ternura.
Desinhibida, Sebastián la vio caminar, despojada de sus ropas, con rostro satisfecho, hacia el tocador. Cuando su figura se reflejó sobre la luna del tocador, el joven la contempló embelesado. Caminó hacia el ropero y tomó de allí una corta falda que amarró a su cintura y retornó a la cama, al lado del muchacho, llevando en sus manos un vaso de ginebra.
─Brindemos nuevamente –le dijo, con terneza.
─Tú me haces feliz –agregó, besándole sutilmente una mejilla.
Con sus manos, Sebastián recorrió su piel muy tersa y la cubrió de besos. Saciados sus instintos, reposaron largo rato, prometiéndose continuar con esos encuentros.
Poco antes de las cinco, María Elena le dijo:
─Es mejor que te vayas. La señora Carmelina suele llegar antes de la seis.
Mientras se arreglaba, y en ausencia de la mujer, el muchacho husmeó en una mochila que colgaba de un perchero. Descubrió una pistola de gran calibre.
Temeroso de que María Elena lo sorprendiera, se dirigió hacia el comedor en su búsqueda. Había tajado unas frutas que ofreció al joven, amablemente. Una vez que hubo degustado las frutas, se despidieron con un prolongado beso.
─¡Gracias! Me hiciste pasar una tarde maravillosa –le dijo, acariciándole el rostro.
─No tanto como tú a mí –comentó el muchacho, con voz muy queda.
Cuando partió, ella aún estaba ligera de ropas.
A la semana siguiente, cuando el esposo regresó, ella fue testigo de la presencia de dos individuos, desconocidos hasta entonces, que dialogaban en voz baja con su marido en la pequeña biblioteca que le servía de oficina. A través de los vidrios pudo observar que uno de ellos, ya mayor, trazaba unas líneas sobre unos papeles extendidos en el escritorio, a la vez que les explicaba algo relacionado con los gráficos.
Como era costumbre, su esposo no le comunicó de qué se trataba. Ella tampoco se atrevió a preguntarle.
Semanas más tarde, a fines del mes de noviembre, volvieron a reunirse. Ahora eran tres los hombres que acompañaban a su esposo. Discutían, observando unos planos que reposaban en el escritorio. Con suma atención, sorprendida descubrió que uno de los hombres portaba un arma en el cinto, mientras que el hombre mayor gesticulaba con sus manos indicándoles algo a los otros tres.
Esa noche, María Elena, intranquila por la presencia de los extraños en su casa, tuvo un sueño intermitente. Preocupada, se dispuso a investigar los planes de su marido.
─Pasado mañana iré a Panamá. Debo traer algunos electrodomésticos que encargué –le dijo, sin más detalles.
─¿Cuándo regresas?
─En cuatro o cinco días, si todo sale bien.
Acuciosa, aprovechó la ausencia del marido para inspeccionar su escritorio. Dos cartulinas de tamaño carta mostraban, con suma claridad, los planos de una edificación, destacándose la oficina de un Banco, situado en el barrio Prado. Unas flechas indicaban los movimientos y direcciones necesarias para ingresar a la entidad bancaria, así como las rutas que deberían seguir para abandonarla.
Muy nerviosa, esa noche lloró en su alcoba, ocultándole a Carmelina su preocupación y desconcierto, ante los propósitos de su marido. Conocía muy bien de sus negocios de contrabando, pero jamás imaginó que pudiera aliarse con delincuentes para cometer un delito de tal envergadura.
Sintió rabia y un gran temor por lo que pudiera pasar. Pensó en Sebastián quien, a diferencia de su marido, le había brindado momentos de satisfacción durante los últimos tres meses, pero la presencia de Carmelina la frenó en su búsqueda.
Desesperada, en forma irracional, o quizá premeditada, tomó la determinación de denunciar ante las autoridades el plan urdido por su marido y los secuaces a los cuales se había aliado. Utilizando el correo local, hizo llegar hasta la dirección de la policía una nota sobre el asunto. Según ella, el supuesto robo al banco se llevaría a cabo, probablemente, en la segunda semana de diciembre. Anotaba, además, que se trataba de un banco situado en el barrio Prado.
Muy nerviosa regresó a su residencia. Carmelina, que bien conocía de su carácter, le preguntó el motivo de su inquietud, mas se abstuvo de confesarle la verdadera razón.
Cuando logró encontrarse con Sebastián, dejó escapar sus preocupaciones con unas cuantas lágrimas, sin manifestarle el motivo de su pesar. Sin embargo, le confesó que no amaba a su marido y deseaba separarse de él.
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Llegado diciembre, la ciudad se mostraba iluminada con múltiples luces de colores y figuras alegóricas que recordaban el nacimiento del Cristo Redentor. La radio dejaba escuchar los villancicos que recordaban la cercanía de la Natividad. Pero María Elena se mostraba intranquila, preocupada.
El 14 de diciembre, el esposo le informó que viajaría a la Guajira a recoger unos artículos que había comprado.
El viernes 15, mientras preparaba el desayuno, ya que Camelina estaba ausente, escuchó por la radio acerca de un atraco a una sucursal del Banco de Colombia en el barrio Prado. La policía lo había frustrado y detenido a dos de los hombres que habían participado en el mismo. Dos de los atracadores murieron en el cambio de disparos.
Rápidamente vistió de ropa y se dirigió a una farmacia cercana donde adquirió el periódico matinal. Tal como lo imaginó, el corresponsal refería que uno de los muertos, a quien se le identificó por le cédula de ciudadanía que portaba en su billetera, era un ciudadano de nacionalidad panameña, de nombre Enrique Arosemena. Agregaba, además que, era el jefe de la banda.
Sentada y bañada en llanto, la encontraron su madre y una hermana cuando llegaron a su casa, luego de que ella les informara, por teléfono, del acontecimiento.
Tres días más tarde, cuando las autoridades le entregaron el cadáver, le dio cristiana sepultura en el Cementerio Central. Vestida de negro, acompañada por varios familiares y amigos, una mantilla gris oscura adornaba su cabeza y unas finas gafas oscuras cubrían sus ojos.
Así la contempló Sebastián cuando, escondido tras de un muro, la vio salir del cementerio.
4 de septiembre de 2020
Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia