El viejo Lolo

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Roberto López Campo (foto)
Médico Neumólogo
Exintegrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Cabalgando en una yegua cenicienta me tragaba el camino que, desde la Estación Tucurinca, donde solía arribar el tren diariamente, me llevaba hasta la pequeña parcela del viejo Lolo.

Dos días antes se habían iniciado las vacaciones en la escuela y yo, pleno de emoción, tomé el tren para venir a Tucurinca, un pequeño poblado, situado en la Zona bananera. Desde Ciénaga, recostada en el mar Caribe, el recorrido se hacía en menos de dos horas. En el trayecto, el tren hacía breves paradas en varias estaciones.

El animal, que bien conocía el camino, parcialmente sombreado por la vegetación circundante, a ratos con paso lento, a ratos trotando, hacía el recorrido en cosa de media hora. La senda se volvía polvorienta al paso de los animales. Por ella había existido una línea del ferrocarril, retirada pocos meses antes. Era medio día y el sol tropical, con sus candentes rayos, recalentaba mi cabeza y todo mi cuerpo, pero mi alegría no tenía límites al pensar que muy pronto me vería con papá Lolo.

No entendía, con suficiente claridad, el parentesco que me unía con aquel personaje, alto, fornido, de piel azabache, de mirada triste y penetrante, que solía seguir con interés mis frecuentes travesuras y las de unos primos, durante las vacaciones. Pero el viejo Lolo, de quien mi madre nos había persuadido de que era nuestro abuelo, se mostraba amable y solícito cuando se percataba de nuestra presencia.

Solía dedicarnos muchos ratos de su ocupado tiempo enseñándonos a cazar conejos, codornices, torcazas y otros pequeños animales de monte. También nos encomendaba tareas, que nuestros años y nuestras fuerzas nos permitían realizar. Con su voz pausada, de tono grave, impartía las órdenes que nosotros cumplíamos obedientemente, con alegría, al sentirnos útiles y capaces de realizar las pequeñas tareas.

Cuando el sol caía sobre nuestra humanidad y trasudábamos humores salinos que empapaban nuestros cuerpos, el negro Lolo nos refrescaba con una limonada muy helada.

Fornido en su constitución, de lento caminar, solía madrugar para realizar las tareas que demandaba su pequeña parcela.

No me disgustaba el tinte azabache de su piel que, refulgente, brotaba de su desnudo dorso cuando el sol lo hería. No sentía repulsión alguna al lado de aquel hombre que –durante muchas vespertinas– nos hizo leer trozos de la Biblia, que él remataba con un breve y ejemplar comentario. El mismo que durante las noches nos hacía recorrer la bóveda celeste, indicándonos la posición de las estrellas, la constelación de Orión, el resplandeciente Venus y ciento de centenares de estrellas, compañeras de la reina de la noche: la esplendorosa luna.

Tenía la paciencia para darle manivela a la vetusta radiola RCA Víctor, con el simpático perrito de la cabeza inclinada, que despedía agradables notas musicales haciendo más placenteras las noches en el rancho.

Todo ese conjunto de sucesos y actitudes del viejo Lolo habían despertado en mí un profundo sentimiento de cariño y respeto hacía él, más cuando no tenía a mi lado al verdadero abuelo. Pero mi mente infantil estaba confusa: mis hermanos y yo teníamos la piel trigueña y los cabellos dorados. Estaba convencido de que las gentes de piel blanca sólo crearían hijos blancos y las de piel negra, hijos negros. Desconocía las leyes de la herencia e ignoraba el fenómeno de los genes.

Intrigado, un día le pregunté: –Papá Lolo, ¿por qué nosotros somos blancos y usted es negro, si somos sus nietos?

Sus relucientes dientes se asomaron cuando rió sonoramente: –Es que yo tomaba mucho café tinto cuando pequeño – me respondió.
–Mi padre solía castigarme, parándome al sol cuando cometía alguna falta — remató.

El mensaje era claro y, durante mucho tiempo, nos produjo una aversión al café y nos llevó a ser más cuidadosos en nuestro comportamiento.

Sabía reír y charlar con los supuestos nietos y parecía no fatigarse nunca con su trabajo, a pesar de los sesenta y tantos años vividos, que le habían hecho brotar numerosas canas en su ensortijada cabellera.

(Continuará en próxima edición)

Un buen día me regaló una ternera, bruna, casi negra.

–¿Qué nombre le vas a dar? –me preguntó.

No sé si por sarcasmo o por el mismo afecto que le profesaba, rápidamente le respondí: ¡La llamaré Lola!, haciendo alusión a su nombre familiar.

Su sorpresa fue mayúscula, se le blanquearon sus ojos y una nueva sonrisa apareció en su rostro. Festejó con entusiasmo mi atrevida picardía.

Pocos años después, recorrimos juntos la finca de su propiedad, que ahora se había triplicado en extensión, cuando compró a unos vecinos varias cuadras. Un lago artificial, alimentado por dos pequeños riachuelos, servía para saciar la sed del ganado y las bestias. En invierno, cuando las lluvias caían a torrente, aumentaba su volumen; en verano, cuando las aguas se retiraban un poco de las orillas, una arena pantanosa servía de deleite a los patos silvestres y a las garzas que, enardecidos, hundían sus picos en el cieno circundante. Las pequeñas sabaletas y barbules, habituales habitantes del lago, fueron víctima, en más de una ocasión, de nuestras ínfulas de pescadores. Gozábamos sintiendo en nuestras manos la tensión del cordel, al extremo del cual saltaba, en sus esfuerzos para liberarse, el angustiado pececillo.

Con su marcha paquidérmica, pero seguro en sus pisadas, desandaba sus rutinarios pasos del corral a la casa, cargando una herramienta sobre sus hombros, mientras que en sus espaldas se terciaba un racimo de plátanos verdes. En otras ocasiones, su carga consistía en un gajo de fornidas yucas que degustábamos acompañando a un buen pedazo de carne salada o a nuestras víctimas del lago.

Los días sábados solía madrugar, más que de costumbre, ensillaba su caballo y una mula, y partía rumbo a la estación del ferrocarril. En el comisariato, una especie de mercado de la compañía bananera, se aviaba de comestibles diversos, herramientas de labranza y semillas para la siembra, que se adquirían allí a menor precio.

La mula retornaba a la casa con la carga terciada sobre sus lomos, sudorosa y sedienta, en horas del medio día. Pocos pasos detrás, el viejo Lolo, en su alazán de bella estampa, nos llevaba golosinas y el periódico del día, así como revistas de historietas cuyos contenidos devorábamos en un santiamén. Entre los personajes favoritos, protagonistas de excitantes aventuras, vienen a mi memoria Tarzán, “el hombre mono”, Buck Roger, El Fantasma, Dick Tracy, Superman, y otros más, que nos sirvieron de modelos para desarrollar nuestras infantiles fantasías, que fueron causa de más de un accidente dentro del grupo de párvulos de la familia.

Apoyados por el viejo Lolo, construíamos enramadas sobre los tallos de los árboles, e imitando a nuestro héroe de la selva, ascendíamos hasta ellas por endebles escaleras de bejucos o por el tronco principal. El viejo nos instruía sobre la forma como debíamos asegurar los maderos y recubrirlos con hojas secas de plátano, formando una especie de camilla. En ocasiones, fuimos víctimas de las hormigas, y entonces, cual si fuéramos “hombres monos”, debimos saltar a tierra para escapar de los urticantes insectos, cuya picazón calmábamos gracias a una loción en base de calamina y alcanfor, que –acompañándola de una indescifrable oración– nos aplicaba el viejo Lolo.

Su esposa y compañera, Juana, maestra graduada en la Escuela Normal, con la cual no concibió hijos, le reprochaba su actitud ante nuestras diabluras:

–Les toleras demasiado a estos niños. Son muy traviesos y no hacen caso a las llamadas de atención –solía repetirle.

Él apenas la miraba de soslayo y con voz pausada le respondía:

–¡Son niños, simplemente niños! –Pronto les pasará esa etapa que jamás volverá. ¿Por qué forzarlos a ser adultos antes de tiempo? –¿Qué más quisiera yo? –se preguntaba, riendo y mostrando su blanca dentadura.

Y como Juana insistiera en las medidas disciplinarias, inclinando su cabeza y frunciendo sus labios, con un deje de nostalgia, le comentaba:

–Mi niñez fue muy triste… no quisiera que ellos la repitieran.

Así era aquel hombre de piel oscura, requemada por el sol del trópico, con quien compartí agradables momentos de mi infancia y de mi adolescencia, cuyo color siempre nos intrigó, pero no porque odiáramos su matiz, sino por que no entendíamos cómo –siendo nosotros de cabellos rubios y piel trigueña–, él podía ser abuelo nuestro.

Un buen día me regaló una ternera, bruna, casi negra.

–¿Qué nombre le vas a dar? –me preguntó.

No sé si por sarcasmo o por el mismo afecto que le profesaba, rápidamente le respondí: ¡La llamaré Lola!, haciendo alusión a su nombre familiar.

Su sorpresa fue mayúscula, se le blanquearon sus ojos y una nueva sonrisa apareció en su rostro. Festejó con entusiasmo mi atrevida picardía.

Pocos años después, recorrimos juntos la finca de su propiedad, que ahora se había triplicado en extensión, cuando compró a unos vecinos varias cuadras. Un lago artificial, alimentado por dos pequeños riachuelos, servía para saciar la sed del ganado y las bestias. En invierno, cuando las lluvias caían a torrente, aumentaba su volumen; en verano, cuando las aguas se retiraban un poco de las orillas, una arena pantanosa servía de deleite a los patos silvestres y a las garzas que, enardecidos, hundían sus picos en el cieno circundante. Las pequeñas sabaletas y barbules, habituales habitantes del lago, fueron víctima, en más de una ocasión, de nuestras ínfulas de pescadores. Gozábamos sintiendo en nuestras manos la tensión del cordel, al extremo del cual saltaba, en sus esfuerzos para liberarse, el angustiado pececillo.

Con su marcha paquidérmica, pero seguro en sus pisadas, desandaba sus rutinarios pasos del corral a la casa, cargando una herramienta sobre sus hombros, mientras que en sus espaldas se terciaba un racimo de plátanos verdes. En otras ocasiones, su carga consistía en un gajo de fornidas yucas que degustábamos acompañando a un buen pedazo de carne salada o a nuestras víctimas del lago.

Los días sábados solía madrugar, más que de costumbre, ensillaba su caballo y una mula, y partía rumbo a la estación del ferrocarril. En el comisariato, una especie de mercado de la compañía bananera, se aviaba de comestibles diversos, herramientas de labranza y semillas para la siembra, que se adquirían allí a menor precio.

La mula retornaba a la casa con la carga terciada sobre sus lomos, sudorosa y sedienta, en horas del medio día. Pocos pasos detrás, el viejo Lolo, en su alazán de bella estampa, nos llevaba golosinas y el periódico del día, así como revistas de historietas cuyos contenidos devorábamos en un santiamén. Entre los personajes favoritos, protagonistas de excitantes aventuras, vienen a mi memoria Tarzán, “el hombre mono”, Buck Roger, El Fantasma, Dick Tracy, Superman, y otros más, que nos sirvieron de modelos para desarrollar nuestras infantiles fantasías, que fueron causa de más de un accidente dentro del grupo de párvulos de la familia.

Apoyados por el viejo Lolo, construíamos enramadas sobre los tallos de los árboles, e imitando a nuestro héroe de la selva, ascendíamos hasta ellas por endebles escaleras de bejucos o por el tronco principal. El viejo nos instruía sobre la forma como debíamos asegurar los maderos y recubrirlos con hojas secas de plátano, formando una especie de camilla. En ocasiones, fuimos víctimas de las hormigas, y entonces, cual si fuéramos “hombres monos”, debimos saltar a tierra para escapar de los urticantes insectos, cuya picazón calmábamos gracias a una loción en base de calamina y alcanfor, que –acompañándola de una indescifrable oración– nos aplicaba el viejo Lolo.

Su esposa y compañera, Juana, maestra graduada en la Escuela Normal, con la cual no concibió hijos, le reprochaba su actitud ante nuestras diabluras:

–Les toleras demasiado a estos niños. Son muy traviesos y no hacen caso a las llamadas de atención –solía repetirle.

Él apenas la miraba de soslayo y con voz pausada le respondía:

–¡Son niños, simplemente niños! –Pronto les pasará esa etapa que jamás volverá. ¿Por qué forzarlos a ser adultos antes de tiempo? –¿Qué más quisiera yo? –se preguntaba, riendo y mostrando su blanca dentadura.

Y como Juana insistiera en las medidas disciplinarias, inclinando su cabeza y frunciendo sus labios, con un deje de nostalgia, le comentaba:

–Mi niñez fue muy triste… no quisiera que ellos la repitieran.

Así era aquel hombre de piel oscura, requemada por el sol del trópico, con quien compartí agradables momentos de mi infancia y de mi adolescencia, cuyo color siempre nos intrigó, pero no porque odiáramos su matiz, sino por que no entendíamos cómo –siendo nosotros de cabellos rubios y piel trigueña–, él podía ser abuelo nuestro.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia