Alfonso Mejía Cálad

Semblanza de un Maestro

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de escritores ASMEDAS Antioquia

Durante muchas mañanas lo vi caminar por los pasillos y callejuelas de aquel viejo hospital que, situado en las laderas de la montaña,  era refrescado por la tenue brisa que bajaba de la cima. Albergaba en sus entrañas un buen número de hombres y mujeres víctimas de la tuberculosis, muchos de ellos abandonados por sus familiares.

Descendía del automóvil con un poco de dificultad debido al problema de su pierna derecha. Cuando apenas contaba cuatro o cinco años, había padecido la temible poliomielitis, que le dejó secuelas de por vida. De mediana estatura y anchurosos hombros, su miembro inferior derecho, a causa de su enfermedad, tuvo un pobre desarrollo y se doblaba lateralmente cuando el maestro apoyaba la punta del pie. Paradójicamente, a pesar de su lento andar, recorría –con frecuencia−, el hospital, visitando y consolando, con la magia de sus palabras, a aquellos desgraciados que, esperanzados, veían pasar las noches y los días soñando con su pronta recuperación.

Nacido en Támesis a principios del siglo XX, un poblado del sur oeste antioqueño enclavado entre rugosas montañas, cursó sus estudios en la Escuela Pública de su tierra natal.  Combinaba los mismos con los quehaceres cotidianos en una pequeña parcela que poseía su padre, muy cercana a la población. Desde muy tierna edad mostró inclinaciones por los libros y la música; fue así como se convirtió en un asiduo lector de temas filosóficos, históricos, poemas y novelas, que le llevaron a destacarse entre los jóvenes de su edad. Aprendió a tocar la lira y el tiple con notoria destreza, lo cual le facilitó participar activamente en las reuniones de familiares y de amigos.

Realizó sus estudios de bachillerato en el Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia y allí, cómo antes en su pequeño terruño, se destacó entre sus compañeros del viejo claustro de San Ignacio. Estudió su carrera médica en la misma universidad, donde recibió su título de Médico y Cirujano. Poseedor de un espíritu servicial y muy sensible ante el dolor humano, cuando palpó las angustias y tristezas de los pacientes tuberculosos, optó por dedicarse al estudio de la enfermedad y al cuidado de quienes la padecían. Con tal propósito, realizó un entrenamiento en el Hospital Santa Clara de Bogotá y luego amplió sus conocimientos clínicos y quirúrgicos en Buenos Aires, Argentina.

Cuando lo conocí estaba cercano a sus sesenta años de edad. Su tez blanca, cubierta por algunas pecas y lunares, su frente amplia, sus trigueños cabellos, lisos, con matices nevados; sus incisivos superiores un poco prominentes, simulando una leve sonrisa. Su hablar era lento, como lo era también su marcha, pero sus palabras y consejos estaban impregnados de sabiduría. A pesar de su rigidez para exigir el cumplimiento de los deberes al personal médico y paramédico del hospital, sus palabras llevaban siempre un mensaje amigable y el firme propósito de que el censurado mejorara su comportamiento.

Como cirujano era muy diestro.  Durante sus años de estudio en la facultad se desempeñó como instructor de anatomía, circunstancia que le permitió alcanzar un notorio conocimiento del cuerpo humano. Cuidadoso en sus disecciones, y dadas sus condiciones de Maestro, solía relatar y describir pormenorizadamente −con voz pausada−, lo que iba realizando durante el acto quirúrgico. Pretendía con ello que, quienes apenas iniciábamos nuestras prácticas quirúrgicas, lo hiciéramos con gran precisión y con el menor riesgo para el paciente.

Avanzada nuestra residencia y prácticas hospitalarias, solía encomendarnos tareas de suma responsabilidad, que él vigilaba a cierta distancia con aparente disimulo. Cuando consideraba necesaria su intervención, lo hacía con la mayor prudencia, evitando así nuestras frustraciones de principiantes. En más de una ocasión lo vi conversar con sus pacientes, explicándoles con detalles, pero utilizando un lenguaje sencillo y coloquial, el estado de su enfermedad y las posibilidades que tenían de curarse si cumplían con las indicaciones médicas. A aquellos que estaban programados para alguna intervención quirúrgica, los citaba a su oficina y les explicaba los riesgos de la misma, así como también las posibilidades que tendrían de aliviarse mucho más rápido. Su actitud era siempre amigable y algo paternal. Memorizaba fácilmente el nombre de sus pacientes, lo cual le permitía acercarse a ellos con una mayor confianza.

Era interesante verlo participar en las reuniones científicas que se realizaban semanalmente en el salón de conferencias. Nos insistía en la necesidad de estudiar a cada uno de nuestros pacientes desde el punto de vista social, clínico y radiológico, así como analizar concienzudamente las posibilidades de recuperación que tendría con los medicamentos o con una intervención quirúrgica. Era un verdadero maestro para formar profesionales.

Adicto lector de los clásicos, frecuentemente citaba frases o proverbios que contenían un mensaje, una enseñanza, para la vida y el desempeño ético de nuestra profesión. Su aparente seriedad solía matizarla con frases irónicas que, en su manera de expresarlas, sonaban más a una broma que a un despectivo sarcasmo. Entonces reía y, posando su mano sobre el hombro del interlocutor, remataba su charla con un: ¡piénselo!, ¡analícelo!

Emprendedor como el que más, y con la idea de modernizar el viejo hospital, apoyado por la Junta Directiva, con la ayuda oficial y de un particular, logró la construcción de un moderno y funcional pabellón de cirugía, con un amplio quirófano, alrededor del cual, en una especie de auditorio, podían situarse los estudiantes de la Universidad de Antioquia quienes, a través de unos vidrios cristalinos, observaban las maniobras de los cirujanos. También logró la construcción de un salón-escuela en el cual recibían instrucción los pequeños pacientes y los adultos con pocos conocimientos.  Creó talleres artesanales, tales como: de carpintería, zapatería, sastrería y fabricación de escobas y trapeadoras; los pacientes menos agobiados por su enfermedad aprendían un arte, evitando el ocio y el tedio que les causaba las prolongadas estadías en el sanatorio.

Consciente de la angustia y la depresión que desencadenaba en los pacientes su enfermedad y la prolongada reclusión, apoyaba con entusiasmo la realización de espectáculos musicales, teatrales y culturales, en general, que servían de distracción y aliciente a aquellos hombres y mujeres sometidas a tratamiento hospitalario.

En unión de seis distinguidos Tisiólogos de la época, los médicos Rafael J. Mejía, Elkin Rodríguez, Edmundo Medina , Eduardo Abad M., Luís Carlos Montoya y Jorge Correa Restrepo, fundó el Instituto del Tórax, en la calle La Paz, destinado al estudio, diagnóstico y tratamiento de las enfermedades respiratorias.

A mediados de la década del sesenta una grave enfermedad hizo estragos en su salud. Padeció unos pocos meses, sin perder el humor que le acompañó en muchas ocasiones. Alfonso Mejía partió hacia mundos desconocidos, pero nos dejó gratos recuerdos e imborrables y preciosas enseñanzas para el humano y ético desempeño de nuestra noble profesión.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia