Las reservas de Magdalena

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia

Durante muchas mañanas la vi caminar, con un misal en la mano, hacia la iglesia del vecindario, situado a unas tres cuadras del lóbrego y antiguo edificio de la calle Cuba, ahora limitado por dos moles inmensas de hormigón armado, que impiden la entrada de los rayos solares hasta el interior de aquella vetusta construcción.

De un color indefinido, el hollín despedido por los carros, que a diario transitaban por aquella calle, había aumentado más el aspecto desaseado de sus paredes. La mano de un pintor de brocha gorda estaba ausente desde hacía mucho tiempo.

Carente de ascensores, en aquel pequeño edificio residían seis familias, dos en cada uno de los pisos, cuyos habitantes debían ascender por unas estrechas y poco iluminadas escaleras para llegar a su destino. Al menos, así debían hacerlo los habitantes del segundo y tercer piso.

Magdalena, que ya rayaba en los cincuenta, residía en el apartamento 201, desde hacía más de doce años. Durante algún tiempo estuvo acompañada por una hermana mayor, minusválida ella, fallecida hacía más de cinco años. Desde entonces solía vérsele entrar y salir sola de su obligado refugio, en donde tiene por compañía a un hermoso felino amarillo, moteado de blanco, que ella gusta arrullar en su regazo.

Su pequeño apartamento, con una sala-comedor ocupada por una mesa circular, rodeada de cuatro silla color habano, cuyos únicos ocupantes solían ser Magdalena y Muñeco, su adorado gatito.

La última vez que tuvo compañía fue hace cosa de dos años, cuando una hermana menor y su hija, residentes en los Estados Unidos, estuvieron visitándola durante dos o tres semanas.

De piel muy blanca, de cara salpicada por numerosas pecas y algunos mechones cenizos en sus sienes, acartonada y silenciosa, apenas sí respondía los ¡Buenos días! que algún vecino solía dirigirle cuando se la encontraba en su camino. Larga como un espárrago, envuelta en una oscura vestimenta, cuya saya descendía hasta un poco por debajo de las rodillas, lucía, colgado de su cuello, un pequeño crucifijo plateado que ella solía besar al salir del edificio.

Luego de asistir a la misa matinal, se dirigía al edificio de la Gobernación de Antioquia, en donde laboraba en la sección de Archivos Históricos, situada en el primer piso de aquella hermosa construcción de estilo morisco. Entre anaqueles, anticuados libros y revistas, Magdalena pasaba la mayor parte del tiempo clasificando y archivando aquellos textos, colmados de pretéritas historias que, ocasionalmente, servían de estudio a algún investigador o a un estudiante, para realizar sus obligaciones académicas.

Era corriente verla frotarse su nariz con pañuelitos de papel, secándose las mucosidades que aquella destilaba al contacto con el polvo que despedían los estáticos ejemplares cuando eran removidos de los anaqueles.

Pasadas las doce del día, retornaba a su apartamento a preparar un almuerzo ligero y a contemplar al pequeño felino. Con él compartía parte de su alimento, sin faltarle la leche, que Magdalena le servía en una pequeña bandeja de plástico. No era raro ver, durante las noches, cuando la mujer se iba a su lecho, al felino ocupando un espacio de la amplia cama, preferiblemente la almohada, en aquella alcoba ricamente decorada con unos muebles de madera tallada, una foto de quienes fueron sus padres y, en un rincón, un pequeño altar con la estatuilla de un santo, parecido a San Antonio. En la pared, hacia la cabecera de la cama, un retablo representando a la Virgen María con el niño entre sus brazos.

Aquel compañero, que solía maullar desaforadamente cuando su instinto lo llevaba a buscar una hembra, le había causado más de un problema con sus vecinos. Aunque tenía a aquel añejo edificio libre de ratones, cosa que complacía a inquilinos y propietarios, les fastidiaba cuando hacía sus incursiones amorosas por el tejado del edificio. Ocasionalmente saciaba su apetito cazando algunas palomas del vecindario que, ignorantes de la presencia de “Muñeco”, que tal era el nombre del minino, se posaban en el tejado o en el alero de aquel inmueble.  Cuando regresaba a dormir plácidamente al apartamento, Magdalena descubría restos de plumas adheridas al hocico; tal hallazgo le causaba un poco de inquietud, pues presentía que al siguiente día alguno de sus vecinos iría a hacerle el reclamo. Pero ella jamás había pensado deshacerse de su fiel y cariñoso compañero.

Poco antes de las dos de la tarde regresaba al Archivo Histórico a organizar y clasificar sus libros y revistas, y atendía, con gesto adusto, a los escasos asistentes a la sección. En contadas ocasiones se le veía sonreír y cuando lo hacía, de manera fugaz, rápidamente volvía adquirir su característico gesto huraño. Era como si temiera perder su autoridad si se mostrase amable.

Regularmente retornaba a su domicilio a la seis de la tarde. Entonces, en su inveterada soledad, con la única compañía de “Muñeco”, se dedicaba a la cocina, de área reducida pero bellamente decorada. Sus guisos y frituras despedían un agradable aroma que se filtraba a través de los ventanales y rendijas de las puertas de los otros apartamentos, produciendo alguna envidia entre una que otra señora residente del edificio, quienes guardaban pocos afectos para aquella solterona solitaria.

Algunos domingos se le vio salir, a tempranas horas, con un hombre de figura espigada y corteses modales, quien conducía un bien cuidado automóvil de modelo anticuado y con quien partía con rostro placentero.

Las críticas maldicientes de algunas de sus vecinas no podían faltar y, algunas de ellas solían estar pendientes del regreso de Magdalena. Tan solo doña Rosario, una anciana residente en el primer piso, justificaba y defendía el comportamiento de aquella mujer. Con tono jovial sostenía que, tan solo la Virgen María se había sacrificado tanto y este apunte despertaba la risa maliciosa entre las chismosas vecinas. Lo cierto era que los domingos por la tarde, a su regreso al apartamento, Magdalena parecía más satisfecha y muy alegre.

A pesar de su apartado y estirado trato para con la mayoría de sus vecinos, los niños parecían ejercer un poder apaciguador en aquella reservada mujer. En varias ocasiones se le vio portar una bolsa llena de confites que repartía jovialmente entre los chiquillos de la vecindad y, en Navidad, diversos juguetes que llenaban de felicidad a los niños y niñas de aquella edificación.

Es posible que así llenara, en parte, el vacío que sentía por no haber tenido hijos. Estas actitudes contradictorias de aquella mujer desconcertaban a sus criticonas vecinas que no perdían oportunidad para expresarse en tonos desdeñosos de la estirada y solitaria mujer.

Una tarde de diciembre, al volver a su apartamento, “Muñeco” no salió a encontrarle como solía hacerlo usualmente. Esperó algunos minutos, lo llamó en reiteradas ocasiones, pero no tuvo respuesta. Pensó que estaría rondando los edificios vecinos en pos de una aventura amorosa. Pero la espera fue inútil.  Rompiendo la barrera que la separaba de sus vecinas, indagó en todos los apartamentos por la presencia del minino, sin lograr información alguna. Fue una noche de prolongado insomnio para Magdalena, a quien, esperanzada, le parecía escuchar las suaves pisadas del gatito en el tenue movimiento de las hojas de un hermoso guayacán que adornaba el frente del edificio.

Desconcertada y muy entristecida, a la mañana siguiente se dirigió a su trabajo. Fue incapaz de concentrarse en su rutinaria labor, en aquel salón impregnado de olor añejo. La silueta de “Muñeco” vagaba constantemente por su mente y alguna de sus compañeras de trabajó la interrogó cuando vio correr unas lágrimas por sus mejillas. Introvertida y poco comunicativa, como solía mostrarse ordinariamente, no quiso revelar el motivo de su pena.

Cuando al mediodía regresó a su hogar, doña Rosario la esperó con la triste noticia: ─”Muñeco fue encontrado muerto en el tejado del edificio, Unos obreros que trabajaban en la vecindad, lo recogieron”.─

Fueron días amargos para Magdalena, quien se había quedado sola, sin su compañero por varios años..

Llegadas las fiestas decembrinas, aquel lúgubre edificio se vistió de gala. Los residentes se juntaron y resolvieron darle una mano de pintura al inmueble, que entonces pareció adquirir un aire juvenil. Era 24 de diciembre y Magdalena continuaba aislada y sumida en su tristeza.

Súbitamente, escuchó una algarabía en el pasillo, frente a la puerta de su apartamento. Voces femeninas la llamaban y rogaban que abriera la puerta. Corrió el cerrojo y grande fue su sorpresa cuando delante de ella pudo contemplar varios niños, acompañados de sus madres, muchas de las cuales jamás habían cruzado palabras con Magdalena, portando una pequeña torta de vainilla y chocolate, bellamente decorada, en cuya superficie podía leerse: “Feliz Navidad, doña Magdalena”.

Una de las señoras extrajo, de una coloreada bolsa de plástico, un cestillo de mimbre, en el cual reposaba ─un poco asustado─, un hermoso gatito amarillo, manchado de blanco, de pocos meses de nacido, que entregó a Magdalena.

La pérdida de “Muñeco” había acercado a aquellas criticonas mujeres, quienes parecían que habían comprendido el dolor de la aislada y solitaria solterona, que ahora reía agradecida.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia