Recuerdos de un viejo marinero

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Los truenos muy distantes y los grises nubarrones que se cernían amenazadores cerca del poblado, presagiaban la lluvia de aquel día. Salió a la calle por un momento para observar la niebla, que estaba transformándose en llovizna y crepitaba sobre el techo de zinc de la vivienda.

Un viento frío recorrió la callejuela, meciendo los almendros que ocupaban el frente de la casa. El piso de la calle, recalentado por el sol del mediodía, arrojaba torbellinos de vapor, que silenciosos ascendían hacia el espacio. El golpeteo del agua sobre el techo de zinc se incrementó súbitamente y unos chicos, con sus torsos desnudos, correteando en medio de la calle, se empaparon con la lluvia. Hasta un pequeño foxterrier latía exaltado, como si hubiese comprendido que era el fin de la larga sequía que agobió al poblado durante varios meses.

Cuando la lluvia arreció, el cielo se tornó de un gris plomizo y el tamborileo de las gotas sobre el techo se hizo más persistente.

Sentada en el corredor, la pareja de ancianos rumiaba sus recuerdos, los cuales fueron renovándose en ese atardecer brumoso, mientras que veían caer la lluvia remojando los geranios y azucenas que, sembrados en materas, adornaban el interior de la vivienda. Con destreza casi mecánica, la mujer, con sus manos huesudas, manchadas por los años, movía las agujas de tejer tratando de darle forma a una sobrecama de color salmón.

El rostro del anciano, con su ceño fruncido y su mirada extraviada, parecía reflejar su tristeza interior. El de ella, por el contrario, tenía un aire de satisfacción.  Dejaba escapar una leve sonrisa, quizá de burla, quizá de resignación, recordando el pasado tormentoso que había vivido al lado de aquel hombre, borracho y mujeriego, durante más de cuarenta años.

Mientras que aspiraba un grueso habano, de agradable aroma, el viejo se hamaqueaba en un asiento de madera y cuero, que gemía lastimoso con los impulsos del anciano.

Marinero de profesión, durante muchos años recorrió la costa del Caribe haciendo parte de la tripulación de un buque de cabotaje, de mediano calado, que hacía rutinarios viajes desde el Cabo de la Vela hasta Colón, en la República de Panamá.  La nave aparecía matriculada para el transporte de víveres y artefactos electrodomésticos, pero su capitán y los oficiales, con la complicidad de los agentes de aduana, de los puertos que visitaban, se enriquecieron con las prebendas que les reportaron los artículos de contrabando, camuflados en cada uno de sus viajes.

Por sus manos, ya callosas por el duro trajín durante varios años, pasaron muchos pesos, muchos dólares, que él gastaba, sin recato, en las cantinas y burdeles de mala muerte de los puertos en donde pernoctaba, lo cual no le impedía que llevara el dinero necesario para la alimentación y el estudio de los cinco hijos que concibió con Rosaura. Ella, en un alto grado de resignación, que era comentado por sus allegados, guardaba un silencio santificante sin hacerle ningún reproche, aunque llegase impregnado de olores tabernarios o aromas penetrantes que dejaban en sus ropas las amantes de ocasión.

Con aparente indiferencia, mientras que la ira la consumía por dentro, lo recibía callada y se mostraba solícita para atenderle en sus obligaciones, adquiridas cuando un anciano sacerdote los unió en matrimonio. Ni las críticas ni los consejos suspicaces de sus amigas y familiares, que la inducían a salir del marasmo en que se consumía, la hicieron cambiar de actitud y, silenciosa, continuó tolerando la disoluta vida de su marido.

Las ausencias prolongadas de su esposo, justificadas por sus largos viajes en el Caribe, aunque no fuesen ciertos, siempre las tomó con resignación, con la esperanza de que algún día cambiara de actitud. Cuando sus hijos, aún pequeños, la interrogaban acerca de la ausencia prolongada del padre, siempre tenía una excusa para justificar tales abandonos y no sembrar en ellos motivos de resentimientos.

Meciéndose en el taburete de madera, el anciano marino recordaba en silencio, con un poco de nostalgia, sus andanzas amorosas por los puertos del Caribe y sus desfogues sexuales en los tibios cuerpos de vírgenes y meretrices que conoció durante sus innumerables viajes por las playas colombianas y panameñas.  Recordó, con aflicción, su internamiento prolongado en el Hospital Santa Clara de la Ciudad Heroica, en donde debió someterse a un riguroso tratamiento para curarse unos chancros y una rebelde blenorragia que casi le obstruye por completo el canal uretral, y que obligó a los profesionales a someterlo a un sin número de dilataciones con unos instrumentos metálicos, numerados en orden ascendente.  El rigor del metal, al penetrar en el conducto, estrecho a causa de la inflamación, provocaba en el marino gemidos de dolor, los cuales, una rígida enfermera, escuchaba con indiferencia.  Sumados a los sufrimientos que le causaron los tubos metálicos, debió soportar lavados con permanganato a través de la uretra, por un enfermero de piel oscura y de talla inmensa, quien reía con sevicia, mientras que el fogoso marinero fruncía su ceño y apretaba sus dientes en manifiesto gesto de dolor.

Fueron dos penosos meses los que debió permanecer el inquieto marinero en el hospital, recordando a la rubia monumental, de ojos color de mar, con quien sació sus apetitos carnales en una noche calurosa de sábado, en el puerto de Colón. A más del destello de sus ojos zarcos, que lo impresionaron desde cuando la vio con su fino andar por las calles cercanas al muelle, la fabulosa rubia le dejó, como recuerdo imborrable, esa espantosa gonococia que casi no se cura, a pesar de la decena de inyecciones de penicilina y numerosas cápsulas que le suministraron en la Ciudad Heroica.

Para justificar su larga ausencia, relató a su mujer fingidos viajes por las islas de Bonaire, Aruba y Curazao, nunca realizados, y la llenó de regalos que, según él, había adquirido en esas islas paradisíacas. No fue capaz de confesarle su mujer, menos a sus hijos, su larga permanencia en el hospital.

Se mostró cariñoso con ella y prometió disminuir la frecuencia de sus viajes por el mar.

Desconfiada de las promesas que le hiciera su esposo, Rosaura se propuso investigarlo, disimuladamente. Descubrió en un maletín unas cuantas cápsulas de Cloramfenicol y unas manchas amarillo-verdosas en sus ropas interiores, que de inmediato le hicieron deducir que su esposo debía estar padeciendo la “gota militar” o alguna de esas enfermedades que trajeron los conquistadores cuando pisaron estas tierras.

Quiso interrogarlo sobre el asunto, más se abstuvo de hacerlo para evitar que los hijos, quienes ya transitaban por la adolescencia, descubrieran las veleidades libidinosas de su padre. Pero, a partir de ese momento, se negó a tener relaciones sexuales con su marido.

Cuando él intentó abordarla en el lecho, con gesto serio, sin levantar la voz, se atrevió a decirle:

─¡Vete a buscar las putas de los puertos, para que vuelvan a contagiarte!

Fue la primera vez que escuchó de sus labios una palabra procaz. La miró sorprendido, guardó silencio y se volteó para el lado contrario.

Mientras que ella pudo conciliar el sueño rápidamente, él se mantuvo en vela durante varias horas, recorriendo en su memoria los puertos del Caribe y recordando las imágenes de prostitutas y doncellas que habían calmado sus apetitos de macho ardiente durante sus numerosos viajes por el Caribe.

Pero esa noche, en su alcoba, refrescada por las aspas de un enorme abanico que colgaba del techo, adquirido en Colon en alguno de sus viajes, luego de escuchar la sugerencia ponzoñosa de su mujer, el sueño le fue esquivo y dio vueltas y vueltas, en esa misma cama que, en años anteriores, por los requiebros amorosos que le hiciera a su mujer, concibieron cinco hijos.

Conocedor como el que más del carácter resoluto de su esposa, percibió que su matrimonio se hundía como frágil embarcación en una mar tormentosa.

Tres días más tarde lo sorprendió Rosaura arreglando una vieja maleta de cuero, que ya mostraba algunas magulladuras por el uso.

La miró sin decir palabra. Fue ella quien lo interrogó: ─¿Te vas?

─¡Sí! Fue su respuesta. Pienso seguir viajando. El capitán Armenta me informó que la próxima semana irá a Panamá a llevar una remesa de café. De allá traeremos una mercancía.

─Te deseo un buen viaje ─dijo ella, adornando su rostro con una sonrisa maliciosa.

Él apenas la miró de soslayo, sin decir palabras.

Al siguiente día partió hacia Cartagena, en donde estaba fondeada “La Aventurera”, cual era el nombre de la embarcación.

Un lunes, muy temprano, con una mar en calma, la nave zarpó de la Ciudad Heroica. Su destino, el puerto de Colón, en la República de Panamá.

Algo acongojado, el viejo lobo de mar, pensaba en su mujer, la compañera por más de cuarenta años, quien había soportado con paciencia sus veleidades y sus largas ausencias, aduciendo viajes prolongados por el Caribe, los cuales no siempre fueron reales. Ni el paso de los años había podido encarrilar al casquivano marinero hacia una vida hogareña más estable al lado de su mujer y de sus hijos. Los juegos de cartas, otra de sus debilidades, contribuían a disminuir el contenido de su billetera, cuyo dinero pudo haberle servido para llevar una vida más digna durante su vejez.

Recostado en la carga, en la cubierta del navío. aspiraba un habano, fabricando volutas de humo que la brisa marina se llevaba junto con sus pensamientos.  Rosaura, su fiel compañera, parecía haber perdido su paciencia. Con esa simple frase manifestó su hastío y su decisión de no seguir tolerándole su comportamiento disoluto. Presintió que su matrimonio de tantos años parecía estar cayéndose por la borda.

Cuando la nave se acercó al puerto de Bahía Colón, en una mezcla de deseo sensual, ira y venganza, recordó a la voluptuosa rubia panameña de ojos color de mar. que unos meses atrás fue la culpable de su reclusión en el hospital.  Le pareció verla garbosa, por las calles cercanas al puerto, luciendo una falda muy corta que ponía al descubierto un par de muslos bien formados, y una blusa escotada que dejaba ver el nacimiento de sus senos, muy trémulos, despertando la lascivia contenida de los marineros que, de diferentes nacionalidades, arribaban al puerto de Colón.

Durante los cuatro días que permaneció la embarcación sondeada en la bahía, descargando el café y cargando diversos artículos electrodomésticos, por las noches la buscó en los lupanares que abundaban en las calles cercanas al puerto, sin conseguirlo.

A su regreso a Colombia, cuando pasaban frente al Golfo del Darién, un temporal los sorprendió. Las olas, que alcanzaron más de dos metros de altura, agitaron al navío por más de media hora y los tenaces marineros debieron trabajar arduamente para evitar la pérdida de parte de la carga, cuando algunas sogas se reventaron. La nave, de 46 metros de eslora, por ocho de ancho, se bamboleaba airosa ante el empuje de las olas; mientras que el contramaestre vociferaba, dándole órdenes al personal, el capitán desde su caseta observaba la situación.

Cuando cesó la borrasca y el mar se tranquilizó, el capitán, muy jovial, ofreció un trago de brandy a toda la tripulación. Durante su larga vida en el mar, había vivido situaciones semejantes, que siempre soportó con valentía, mas, ese día, sintió temor, según se los manifestó a los tripulantes.

Hoy, el viejo marinero, sentado en el corredor de su casa, recordaba, silencioso, ésta y otras aventuras en las que hubo participado durante los años que navegó en las aguas del Caribe.  Disfrutaba de su habano, mientras que su mujer, apaciguada con el paso de los años, seguía enredando hilos, dándole forma a la colcha color salmón. La lluvia había amainado, pero aún se escuchaba retumbar en la techumbre de zinc de la vivienda.

El trepidar de los truenos en el firmamento, aún oculto por la bruma, causó en Rosalba una sensación de sobresalto y acercó su mecedora hacía donde estaba su esposo, quien, riendo con picardía, extendió su brazo sobre su hombros y la acercó hacia él.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia