Tomado de: www.elespectador.com
Por: Fernando Galindo G. (foto)
Columnista
A pesar de la defensa del gobierno sobre el manejo actual de la pandemia de Covid-19, las estadísticas mundiales no acompañan el balance oficial: Colombia, país de tan solo 50 millones de habitantes, ocupa el 8º lugar de infectados, con 1.702.966 y el 11º de fallecidos, con 44.428. El registro de pruebas PCR, para el 30 de diciembre, fue apenas de 27.612 y las de antígeno, de 12.005, lo que empeora la situación.
Ciudades como Pereira, Cúcuta, Girardot, Cali, Ibagué, reportan ocupación de las UCI, por encima de 90 %, y los profesionales de la salud imploran medidas extremas de contención social, ante la tragedia que se avecina en esas poblaciones.
Esa es la realidad escueta al inicio de 2021 y la única opción del Estado y de los ciudadanos es examinar a profundidad y con sinceridad qué se hizo mal para generar ese desastre y programar la corrección de las fallas, a fin de anticipar mejores resultados en el nuevo año. Aquí no hay nada que se pueda tapar, o disimular, o esconder, o respaldarse en las lisonjas de los funcionarios de las organizaciones internacionales, que están para ese oficio, sin enjuiciar las políticas.
Desde el inicio de la pandemia en marzo, se evidenció el daño que significa para la salud pública, haber convertido el sistema de salud que la sustenta en un negocio rentable para los aseguradores: la negación de pruebas Covid-19, denunciada por el Instituto Nacional de Salud y la Contraloría de la Nación. Diez meses después, el número de pruebas es insignificante frente a la magnitud de los contagios. No se conoció ninguna reacción del Ministerio de Salud ante ese despropósito: por el contrario, avaló la solicitud del gremio de las EPS, para que no se practicaran más pruebas a los sintomáticos y a sus contactos, y remplazarlas por el examen médico, o por la teleconsulta, como si el fonendoscopio, los tensiómetros o los teléfonos, tuvieran la habilidad de detectar la positividad de los infectados.
Varios alcaldes, en pleno crecimiento de la primera ola de la pandemia, reclamaron que las EPS no atendían ni las llamadas ni las urgencias de la población sintomática. Tampoco reaccionó la autoridad sanitaria.
En medio de las desigualdades y de la informalidad laboral, se ha entronizado la indisciplina y la desobediencia de la gente, a las medidas sanitarias requeridas para el control de la pandemia. Los efectos de las aglomeraciones por la final del futbol colombiano, y de las compras navideñas, se manifestarán en los próximos días, agravando la crisis de la atención hospitalaria.
La divulgación de dichas medidas de prevención sanitaria no fue eficaz, porque no penetró la conciencia solidaria de las personas, particularmente de los más jóvenes, que, al contagiarse entre las multitudes, llevan el virus a sus familias, poniendo en riesgo a la población mayor. Más logran los vendedores ambulantes con sus bocinas a todo volumen, ofreciendo sus servicios por las vías urbanas y rurales, ejemplo, que, para esta pandemia, se hubiera implementado, por parte de las EPS y de las agencias seccionales de salud, repartiendo al mismo tiempo tapabocas por doquier, con la instrucción apropiada sobre su uso.
El gobierno debe evaluar la eficacia de su seriado televisivo, en la educación de los ciudadanos, para generar convicción sobre cómo prevenir la contaminación. Posiblemente, todavía somos una sociedad que requiere la modalidad de la instrucción popular por altavoces y volantes.
Los desmanes de algunos integrantes de la fuerza pública le quitaron autoridad para impedir las aglomeraciones en tiempos de esta pandemia. El interés general de la salud pública, no fue prioritario.
El gobierno debe considerar, como se sugirió en la columna anterior, que el bien común reclama un sistema de salud gobernado por la normativa establecida en la Ley Estatutaria de 2015: la salud es un derecho fundamental incompatible con el negocio lucrativo de los aseguradores.
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