La decisión de Cristina

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Contaba apenas con trece años, cuando unos hombres encapuchados, portando fusiles y otras armas sofisticadas, irrumpieron en su humilde vivienda, donde vivía con sus padres y dos hermanos menores que ella.

Impresionados ante la aparición de los bandidos, el padre, con entereza y muestra de valor, les dijo:

─¡Si vienen a asesinarnos, es mejor que nos maten a todos! Así, no quedará ninguno de nosotros para lamentar la ausencia de los demás.

El que parecía el comandante, quitándose la capucha que cubría su rostro, le dijo: ─No venimos a matar a nadie; solo pretendemos llevarnos a esta joven, para que nos ayude en los oficios domésticos.

La niña, con rostro de espanto, permanecía sentada en un rincón de la vivienda, leyendo la Santa Biblia, tal como le habían enseñado sus padres.

──¡Por Dios! ─Dijo la madre, que permanecía estática en una mecedora, con los ojos desorbitados, encharcados por las lágrimas.

─Es solo una niña y pocos servicios les prestará.

──No se preocupe, doña. Nosotros la ayudaremos a madurar.

La mujer, tomándose la cara entre sus manos, prorrumpió a llorar, con llanto entrecortado.

El padre, con rostro enardecido, levantándose del asiento, le expresó:

─ ¡Primero tendrán que asesinarme! Mi hija no saldrá de este hogar.

─Mire, don Eusebio, vinimos en son de paz. De tiempo atrás tenemos conocimiento de que usted es un hombre bueno, que cuida a su familia y a su tierrita con esmero. No pensamos hacerles daño, pero la verdad es que necesitamos a la muchacha para que nos ayude en la cocina. Puede usted estar seguro de que la cuidaremos.

Cuando don Eusebio trató de arremeter contra el comandante, este haciéndole señas a dos de sus secuaces, hizo que lo frenaran.

─ ¡Átenlo a la mecedora! Les ordenó.

Con una sonrisa solapada, dirigiéndose a Eusebio, le dijo: ─No quería proceder de esta manera. Usted se lo buscó. Le pido que me perdone, pero debemos llevarnos a la joven.

Aterrorizados, permanecían Cristina y sus hermanos en un rincón, con los rostros bañados en lágrimas.

Era fin de mes y la luna llena iluminaba la parcela, enmarañada en medio de un bosque de pinos que pretendían alcanzar el firmamento.

─Cristina, empaca tus cosas que nos vamos ─ dijo el comandante, fingiendo una sonrisa.

─Don Eusebio, señora ─dijo el guerrillero─, trataremos que nada malo le suceda.

Los padres, que tenían conocimiento de que muchos jóvenes, que habían sido llevados por la fuerza para hacer parte de los grupos subversivos, jamás habían retornado a sus hogares, entristecidos e incapaces de evitar la acción de los violentos, sumidos en el dolor, vieron partir, con sus ojos encharcados por las lágrimas, a la pequeña Cristina por el sendero iluminado por la luna.

Luego de varias horas de camino arribaron a unos cambuches, disimulados entre la espesa selva que los cubría, situados a la orilla de un riachuelo de aguas cristalinas, muy heladas.

Al día siguiente, muy temprano, cuando la joven despertó, una mujer, vestida de camuflado, se dirigió a ella, diciéndole: ─Cristina, te enseñaremos a cocinar para este grupo de jóvenes que luchan contra la injusticia de los gobernantes.

Cristina la miró sorprendida, sin decir palabras.

─Si te portas bien, nada te pasará ─le dijo la mujer, con aparente amabilidad. La próxima semana comenzarás tus entrenamientos para el manejo de las armas.

Cristina, ampliando sus ojos, aterrorizada, afirmó: ─Jamás tomaré un arma en mis manos. Mis padres me enseñaron que el uso de las armas solo trae desgracias y deseos de venganza por parte de quien ha padecido por causa de ellas.

─Debes comprender que, en la lucha armada, siempre estaremos expuestos a los ataques por parte del ejército, y aún de ciertos grupos que se denominan Autodefensas.  Ante tales circunstancias es imprescindible saber manejar un arma; es tu propia vida o la del enemigo.

Con la mayor ingenuidad, la niña le espetó:: ─Jamás he pensado que pudiese herir a un ser humano con un arma. La religión de mis padres, que es la mía, nos lo prohíbe. Tal sentencia está contemplada en el Éxodo 20-31, que contiene el quinto mandamiento de la Ley: ¡No matarás! ─le dijo, frunciendo la frente.

La mujer, sorprendida ante el argumento de la muchacha, sonrió y le dijo:

─ Entiendo muy bien tu posición, cuando manifiestas que no deberías portar un arma entre tus manos, porque tu religión contempla tal prohibición, dado el uso de las mismas. No voy a presionarte, pero, cuando nos enfrentemos al ejército, comprenderás que deberás cambiar de opinión.

Hablaré con el comandante acerca de tus reservas religiosas, para ver que determinación toma. Yo solo cumplo órdenes ─le dijo la mujer.

Enterado el comandante, se acercó a Cristina y con palabras melosas, le expresó: ─Entiendo muy bien tu posición, cuando manifestaste que no debías portar un arma en tus manos porque tu religión te lo prohíbe. No voy a presionarte, pero, cuando nos enfrentemos al ejército y nos disparen, todos necesitaremos un arma para defendernos.

Usted le dijo a papá que me traía para que sirviera en la cocina, pero no para que participara en los encuentros con el ejército. Si se presenta un enfrentamiento, espero que Dios me proteja.

Con algo de sorna, sonriendo sutilmente, el comandante le dijo: ─ Espero que a mí también.

Cristina lo vio partir hacia el cambuche con la cabeza gacha y pasos lentos, mientras que aspiraba un habano.

 

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia