Tomado de: Facebook de Juan Manuel Jiménez Muñoz
Por: Médico Juan Manuel Jiménez Muñoz (foto)
Escritor malagueño
(Artículo publicado originalmente el 22 de octubre de 2020)
Nada me conmueve más que la inevitable senectud.
Entran a mi consulta los ancianos siempre amables, puntuales, respetuosos, pausados en el andar, muy pulcros en el vestir, ceremoniosos en el saludo, prolijos en circunloquios al relatar sus dolamas, amables en la despedida, apoyados en muletas o bastones, sentados en carritos de ruedas, inclinados sobre los andadores, lentos en desnudarse, parsimoniosos al vestirse, siempre dignos, siempre fieles a su médico de cabecera, entregados a mi palabra como a la de nadie, fiándose más de mí que de otros especialistas, más que del auxiliar de la botica que consultan a diario; más, incluso, que de sus propias familias.
A veces vienen solos. Otras, con sus hijas o sus hijos. Y entonces son éstos, los hijos, quienes hablan por ellos; y ellos, los viejos, quienes callan, cohibidos, en la silla o el carrito.
Yo escucho cuanto dice el familiar, pero luego lo miro a él, al anciano, y le pregunto a la cara qué le pasa, pues ser viejo no significa no ser dueño de sí mismo, de sus propios dolores, de sus propias tristezas, de sus propios desamores, de sus propios miedos, de sus propias incertidumbres.
Entonces los ancianos me responden, y a veces el familiar se sorprende o sobresalta con datos que desconocen, con cosas que ellos, los ancianos, callaban para no molestar a los suyos, a los hijos o a los nietos, para no ser una carga y pasar desapercibidos: intimidades que sólo revelan en presencia de su médico.
En ocasiones, incluso, desde el otro lado de la mesa, te cogen de la mano los ancianos y te dan las gracias por algo que tú –siempre con prisas– creíste una banalidad, pero que a ellos les ha parecido un mundo; algo que ellos supusieron un favor cuando era para ti, en realidad, sólo un trabajo: tu deber de médico, tu obligación de cada día. Y hay momentos –pocos, gracias al cielo– en que, sin que puedas evitarlo, impelidos por la fuerza del cariño, te besan en la mano los ancianos. A mí me da pudor cuando lo hacen, pues denotan, con ese gesto tan humilde, su inmensa fragilidad, su inmenso desvalimiento. Y, lo que es peor para mí, siento con toda el alma que no me merezco el beso.
Ni sombra son ya de lo que fueron: nonagenarios artríticos, catedráticos amnésicos, fibromiálgicos cíclicos, estibadores artrósicos, jornaleros paralíticos, filósofos demenciados, militares pusilánimes, pescadores aovillados por un ictus, amas de casa derrotadas por la vida.
Hace casi cinco siglos, refiriéndose a la ancianidad, en uno de los mejores poemas en lengua castellana, decía don Baltasar del Alcázar:
“Ser vieja la casa es esto:
al ver que se va cayendo
vóile puntales poniendo
porque no caiga tan presto.
Mas todo es vano artificio;
presto me dicen mis males
que han de faltar los puntales
y allanarse el edificio”.
Enmarcado en un cuadrito tengo en casa ese poema. Es un cuadro que cuelga junto a la puerta, con varias alcayatas ahormadas donde se balancean las llaves de mi consulta, las del garaje comunal y las de mi vivienda.
De esa manera, al salir cada mañana para pasar consulta, cojo el manojo de llaves y echo una ojeada, de soslayo, al texto de don Baltasar. Ya ni lo leo. Me basta con mirarlo para recordar lo efímero del ser, la impotencia de los médicos por atajar el destino, nuestra prepotencia juvenil al acabar la Facultad de Medicina ahítos de conocimientos y ansiosos de gloria, comiéndonos el mundo, sabiendo muchísimo pero ignorando lo esencial: que sólo somos albañiles, apuntaladores, y que el día llegará en que las carcasas del alma –la nuestra y la de los demás–, imposibles ya de apuntalar, como casas en ruinas, se inclinen, se allanen y se escombren.
No nos llega la vejez cuando los años se suceden, sino cuando la muerte se nos hace necesaria.
Uno puede morir cargado de edad, pero no viejo; y hay también quien muere viejo, pero sin edad.
Nunca llega la vejez cuando queremos, o cuando la esperamos, o cuando la esquivamos. Llega la vejez cuando ella quiere, cuando la capacidad de amar y de sufrir se nos agota, cuando sobran los anhelos, cuando nuestras grietas son tan anchas y tan tupida la maraña de puntales en los sótanos del alma que ya no dejan resquicio a más puntales, a más ilusiones, a más dolor, a más alegría, a más rencores. Entonces, justo entonces, cuando las grietas vencen a los puntales, la muerte se nos hace necesaria.
Y nada envejece tanto como la soledad.
<<¿Qué hago yo aquí, doctor?>>, me dicen algunos pacientes. <<¿No sería mejor marcharme ya?>>. Y yo, apuntalador de oficio, le diagnostico una depresión senil y le receto escitaloprán, como si el medicamento aquel pudiera reparar sus grietas y apuntalar su sótano.
Vano artificio es, bien lo sé yo, pues no hay palabras ni fármacos que repongan una pérdida o remedien un dolor si alguien de tu entorno no lo vive junto a ti; si alguien –acaso un hijo, un esposo tal vez, un buen amigo– no junta sus manos con las tuyas para decir que te quiere, que te necesita, que está a tu lado, que te comprende, que te escucha, que te perdona, que entiende las grietas de tu sótano, que sabe de los puntales de tu alma.
Nadie ajeno a ti se llevará tus problemas a su casa, esa es la dura verdad: ni el médico que te escucha; ni la eficiente enfermera que te cura las heridas; ni el amable celador que, muchas veces, te pasea en el carrito por urgencias.
A las ocho de la tarde, llueva o truene, al cerrarse el Centro de Salud, volvemos todos a nuestras casas y nos vemos reflejados en el espejo del comedor, o del dormitorio; a solas cada uno con su sola soledad; una soledad a veces solitaria; pero otras, peor aún, compartida con la soledad del otro: la soledad de quien duerme a tu lado pero también está solo, la soledad de quien no sabe, o no quiere, anudar su alma con la tuya; la soledad de quien tiene otras grietas en su propio corazón, otros escombros en su edificio, otros puntales en su alma.
Sí, lector. Lo reconozco. Cada mañana, al salir hacia el trabajo, leer el sencillo poema me da un baño de humildad antes de encontrarme con la florista del barrio; o con Lucas, el madrugador barrendero; o con Sofía, la frutera; o con Manuel, el carnicero; o con cualquier paciente –anciano o no– que se me cruce, fugaz, en la esquina donde sopla el viento de costado.
Y todas estas cosas sucedían, queridísimo lector, en un tiempo, no lejano, en que los pacientes eran pacientes y los médicos éramos médicos.
Tomado de: Facebook de Juan Manuel Jiménez Muñoz