Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia
Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo, asmedista
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia
Tendría yo unos catorce años cuando, una noche reposando en mi alcoba, escuché los primeros estallidos de las granadas y el silbido de las balas muy cerca de nuestra casa.
Gritos de auxilio, provenientes del vecindario, me obligaron a levantarme. Me dirigí a la alcoba de mis padres quienes, muy asustados por la algarabía y el ruido de las balas, optaron por refugiarse detrás de un viejo escaparate que ocupaba un rincón del dormitorio.
Me atreví a asomarme por la ventana del frente de la casa, pero la oscuridad reinante no me permitió observar persona alguna: tan solo los destellos de luces que vomitaban los fusiles de los subversivos. Aterrorizada, escuché la voz de mi madre cuando le dijo a mi padre:
– Ismael, creo que la guerrilla ha vuelto a tomarse el pueblo.
Cuando ellos descubrieron mi presencia, mi padre, con voz entrecortada, me dijo:
− ¡Por Dios Lucía, escóndete bajo la cama!
Atolondrada, rápidamente busqué refugio bajo la cama, mientras que desde afuera se escuchaba el tronar de la metralla y soeces expresiones de los guerrilleros.
Algunos gritos de auxilio y quejidos de dolor, de personas que parecía haber sido alcanzadas por las balas, se escuchaban muy cercanas.
Un gran estallido resonó muy cerca y escuché cómo parte de nuestra humilde vivienda se fue al suelo. Los dormitorios, en donde estábamos escondidos, permanecieron indemnes, pero una gran estela de humo los cubrió y sentí que me asfixiaba. Escuché que mi padre, quien padecía problemas respiratorios, tosía con insistencia, en tanto mi madre, con llanto entrecortado, pronunciaba una oración.
Quise salir a auxiliarlos, pero el temor me invadió. Recordé cómo, unos siete meses antes, cuando la guerrilla atacó el poblado, se llevó a varios muchachos conocidos, entre ellos a Joaquín, mi compañero en la escuela, y a Griselda, con quien me unía una gran amistad.
Su ausencia me causó un gran pesar y aún sigo cavilando acerca del destino que la pobre Griselda haya podido experimentar en poder de esos facinerosos.
Doce años después, su familia no ha tenido noticias de su existencia. Pienso, porque la conocía muy bien, que ella no ha permanecido en la selva por su propia voluntad. Si hubiese podido huir lo habría hecho.
Aterrorizada, escondida bajo la cama, temía correr la misma suerte de mi amiga, si a los bandidos se les hubiese dado por penetrar en mi casa. Pero afortunadamente no fue así.
Los subversivos, en su loca misión, se fueron alejando del lugar.
Cuando pudimos salir afuera, bajo la tenue luz de las lámparas cercanas, observé el cuerpo de dos hombres tendidos en el suelo. Uno de ellos no se movía; el otro apenas si balbuceaba algunas frases y se quejaba., Tenía un brazo destrozado y una profunda herida en el abdomen: sangraba profusamente. Mi madre intentó darle de beber un poco de agua, pero fue inútil. Poco después expiró.
Entonces, observé que mi padre sangraba de unas heridas que tenía en la cabeza. Algunas esquirlas habían herido su cuero cabelludo, pero él parecía estar en sus cabales.
Animoso, se dirigió hacia donde estaba un anciano que, acuclillado en la acera, lloraba inconsolablemente. Era don Pedro Izaguirre, un viejo amigo. No estaba herido: solo asustado. Mi padre lo ayudó a levantarse y, consolándole, le ofreció un poco de agua, que el viejo aceptó.
Una vecina se lamentaba del estado en que había quedado su vivienda. La explosión del artefacto lanzado por los bandidos había destrozado gran parte del frente y el techo se había inclinado. Parecía que fuera a caerse. Muy cercana a ella, permanecía su hija con sus dos pequeños niños, que lloraban en su regazo.
Todo era confusión en el barrio, habitado por gentes humildes. Muchas de ellas habían llegado allí provenientes del campo, huyendo de los frecuentes combates entre los guerrilleros y paramilitares. Cuando creyeron encontrar un lugar tranquilo donde vivir, las frecuentes incursiones de los subversivos alteraron su estado de ánimo. Algunos habían abandonado el poblado, convencidos de que el futuro de ellos y sus familias podría ser más halagüeño en las ciudades.
Desde lejos, seguimos escuchando el fragor de las metrallas y los fusiles que, sin recato, seguían disparando los bandidos.
Acongojados, nos dedicamos a ordenar la casa, que ahora lucía parcialmente destruida.
– Menos mal que conservamos la vida–, dijo papá, con el rostro entristecido.
– ¡Esto es insoportable!−, dijo mi madre, con lágrimas rodándole por su mejillas.
– Menos mal que Luciano no estaba aquí, agregó, cubriéndose el rostro con sus manos-. Se refería a mi hermano mayor, que pocos días antes había viajado a la Costa Pacífica, conduciendo un camión con mercancía, hacia el puerto de Buenaventura.
Al día siguiente de la incursión guerrillera nos enteramos de lo sucedido en el centro del poblado. Cuando los sediciosos intentaron atacar la Estación de Policía, fueron repelidos por varios agentes que esa noche prestaban la guardia. El combate se prolongó hasta horas de la madrugada. Dos agentes resultaron gravemente heridos y debieron ser trasladados hacia un hospital cercano. Tres muchachos, que hacían parte del grupo guerrillero, murieron en el combate. Otros, gravemente heridos, se entregaron a las autoridades.
La Estación de Policía y algunas casas cercanas dejaban ver en sus paredes los impactos de las balas. Las calles mostraban manchas de sangre que dejaron los guerrilleros en su huida.
Pocos meses después de esa tragedia, mi padre falleció debido a un accidente. Cuando arreaba unas reses, un violento aguacero lo sorprendió. Buscó protección bajo un frondoso Roble que bordeaba el camino, y un rayo repentino, que cayó sobre el árbol, lo alcanzó. Su corazón no resistió.
Meses más tarde, aun cuando la guerrilla no había vuelto a incursionar en el poblado, vivíamos con el temor de que sus ataques se repitieran, Mi madre no tenía sosiego y así lo comprendió Luciano, mi hermano mayor. Tomó la decisión de vender la parcela y algunas reses que cuidábamos mi madre y yo, y traernos a vivir a la ciudad.
Hace poco más de doce años que residimos en Santiago de Cali. Con la ayuda de mi hermano pude cursar el bachillerato y luego ingresar a la Universidad, donde completé mis estudios de Derecho y pude realizar un posgrado en Derecho Familiar, con lo cual aspiro a desempeñarme mejor en mi profesión y brindarle a mi madre un mayor bienestar.
Cuando leo en la prensa y observo en la televisión las salvajes incursiones de los subversivos a esos pueblos indefensos de Nariño, Putumayo y Meta, y veo los rostros aterrorizados de sus habitantes, me parece volver a ver los rostros de mis padres, escondidos, en silencio, esperando que una bala asesina nos segara la vida.
Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia