Una reina sin corona

Cuento

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo – Exintegrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia

Se miró en el espejo y, con profunda nostalgia, constató que la juventud había huido de su existencia. Su rostro, ya acordoneado, de párpados muy flácidos y carrillos retraídos; su cabellera blanquecina y su trepidante hablar, le anunciaban el final de la jornada. Pero ella parecía no haber comprendido la realidad; se le había empozado la vida mientras todo a su alrededor iba cada vez más rápido.

Con sus amigas solía hablar del reinado de Cartagena, cinco décadas atrás, cuando ella, como representante de su Departamento, participó en el certamen. Convencida de su belleza de ese entonces, solía repetirle a sus amigas que ese concurso estuvo amañado y que el Jurado había escogido, finalmente, a Marietta Palaveccino por ser hija o sobrina, –¡ya ni recuerdo!– del señor Alcalde de la ciudad, más no por sus cualidades y su real belleza.

–Yo estuve entre las favoritas hasta las últimas horas; así lo decían las encuestas hechas por los periodistas– les comentaba a quienes le rodeaban, algunas de ellas muy amigas, quienes saturadas de las historias añejas –contadas en infinidad de ocasiones–. la escuchaban con cierta indiferencia y una pizca de sorna.

–¡Esos reinados son un engaño! –insistía. –En ellos se mueven muchos intereses e intrigas que influyen notoriamente en la elección de la Reina– les decía a sus amigas–, mientras que les mostraba los recortes de periódicos y algunas revistas, amustiadas por el paso de los años.

Algunas de las contertulias entrecruzaban sus miradas y dejaban escapar una sonrisa burlona, maliciosa, que ella no descubría por estar embelesada en las fotos ya amarillentas de los periódicos, parcialmente deteriorados por tanto manoseo.

–¡Miren y comparen! –les decía, mostrando en su rostro un gesto de desconcierto, mientras que les señalaba las fotos de otras concursantes.– Es verdad que yo no tenía las medidas anatómicas que a ellos se les dio por llamar «perfectas»; pero ostentaba la armonía corporal de la que carecían muchas de ellas. Lo expresaba con gesto adusto.

–¡Es mejor y más sano, que olvides el asunto!– le aconsejó Amalia, una de sus íntimas amigas.

–¡Lo importante fue que asististe al concurso y eso te abrió las puertas para la vida placentera que has tenido!– acotó Rosario, quien le guardaba un cariño muy grande.

Pensativa, miraba a sus amigas con cierto desdén, por no aprobarle sus fastidiosos y añejos comentarios. La cortedad de su mirada, a pesar de las lentes gruesas que posaban en su nariz aguileña, hacía que acercara demasiado los periódicos y el enmohecido álbum personal, para distinguir mejor las imágenes, ya escurridas, de sus páginas. Entonces se inclinaba sobre los retratos y dejaba ver, sobre sus espaldas, una inmensa giba que a las amigas les recordaba a los dromedarios que recorrían las arenas del Sahara.

Mientras que consumían un chocolate, el cual paladeaban acompañado con galletitas dulces, entre las volutas de humo que despedían los cigarrillos de las fumadoras y llenaban el ambiente, a ella le parecía verse desfilando por las pasarelas, con su ajustado vestido de baño enterizo, de un carmesí intenso, mostrando sus piernas bellas y bien formadas. Garbosa, se contoneaba por el largo pasillo, mientras que el Jurado tomaba nota de su actuación y el público, delirante, la aplaudía.

Al finalizar su presentación en los jardines del hotel, su edecán, un joven marino, elegantemente vestido de blanco, la recibía para conducirla al camerino.

El humo se esparcía por el salón y también sus recuerdos se esfumaban a través de las ventanas abiertas de par en par.

Un ambiente cordial se respiraba en la habitación. Animadas, comentaban con delicia los escándalos de los reinados ficticios, y destruían, sin ninguna consideración, a más de una concursante. Por sus lenguas aceitadas pasaron muchas candidatas de reinados ya pretéritos, lejanos y recientes, que ellas recordaban como si fuera ayer; con sus virtudes y defectos, sus celulitis, sus postizos, sus cirugías y, aún, con sus sonrisas simuladas; a pesar del nerviosismo que arrastraban, ellas desfilaron con sus fingidos caminados, con gran donaire, delante del Jurado que habría de calificarles.

–¡No deberías estar tan preocupada por el asunto, Julieta!– le dijo Amalia en un tono cariñoso.

–¡Así ha sido siempre y seguirá siéndolo, lleno de intrigas!– afirmó.

–Yo fui a un concurso de carne y hueso; hoy, muchas de las jóvenes que van al certamen son más artificiales que reales– dijo Julieta, con una forzada sonrisa y un gesto de desprecio.

–Leí en la prensa que una de ellas, de las que asistieron al último concurso, se había sometido a más de quince cirugías.– ¡Habríais visto!– Exclamó, enarcando las cejas con un ademán de sorpresa.

–Y pensar que son mujeres muy jóvenes– comentó Beatriz, desde un rincón del salón, mientras que su boca despedía anillos de humo.

También surgieron comentarios maliciosos acerca de los modistos que solían vestir a las jóvenes, ataviándolas, en ocasiones, con vestimentas extravagantes; algunos de ellos, amanerados y ricos en expresiones femeninas al conversar, eran motivo de burla por parte de las comentaristas de farándula. Hoy estaban en boca de aquellas señoras desocupadas, quienes reían, festejando muy felices los variados apuntes.

Las damas, ya añejadas, que asistían a la tertulia, muy pintarrajeadas, con sus cremas y pomadas intentaban ocultar los surcos tallados en sus rostros envejecidos. Muchas de ellas aceptaban la realidad con indiferencia y efectuaban múltiples labores a pesar de los años ya vividos. Sin embargo, para Julieta el tiempo parecía haberse detenido; se había estancando en sus sueños juveniles y creía, en ocasiones, que el espejo le mentía; ni la artritis, con sus consabidas dolencias, parecía haberla despertado a la triste realidad. .

Gracias a su participación en ese concurso, a pesar de no haber sido coronada, pudo conocer varios países, relacionarse con muchas personas de alto rango, asistir a diferentes eventos sociales, y, obviamente, adquirir una mejor cultura. Pero nada de eso parecía haberla hecho feliz. La frustración por no haber alcanzado la corona en Cartagena, la llevó siempre a cuestas con gran aflicción.
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Ayer pude verla a través de una ventana, en su cuarto, decorado de tapices con figuras mitológicas y un gran tapete abarrotado de flores y arabescos; sentada en una silla de corte francés, en un pequeño escritorio caoba oscuro, adosado a la pared, Julieta repasaba las rancias fotos del reinado, que llenaban las páginas amarillentas de su álbum predilecto.

Un aria de La Traviatta de Verdi llenaba el ambiente de la estancia.

Medellín, mayo de 2002

 

 

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