Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia
Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo, Ex integrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia
Fue una noche de abril, cuando departíamos en casa festejando los ochenta años del abuelo, cuando escuchamos, muy cercanos, el tronar de las ametralladoras.
Mi abuelo, ya octogenario, desde hacía varios meses había disminuido sus actividades, desde cuando pisó una mina mientras que araba la parcela, que le destrozó parcialmente su pierna izquierda. Ahora andaba apoyado en un cayado que él mismo construyó con una rama de roble. A pesar de los años y sus molestias, solíamos verlo deambular por la finquita observando las labores realizadas por dos trabajadores que había contratado, cuando ya sus fuerzas empezaron a decaer.
Mi madre había fallecido cuatro años antes y nuestro padre nos había abandonado cuando aún, Samuel y yo, estábamos muy pequeños. Pero mi abuelo y Gloria Estela, su compañera, nos habían cuidado como si fuéramos sus propios hijos. Nada nos faltaba en aquel humilde rancho, situado a menos de dos leguas del poblado, al cual solíamos ir de vez en cuando para abastecernos de algunos alimentos y artículos de labranza.
Cuando el abuelo, sentado en un taburete, escuchó las ráfagas de las metrallas, con gesto de preocupación nos dijo:
—Amalia y Samuel, la guerrilla ha vuelto a incursionar por la zona. Por prudencia deberían esconderse en el rancho que está abandonado cerca del río.
—¿Y dejarlos solos, abuelo? —preguntó Samuel.
—No te preocupes. Ellos no nos harán daño. En otras ocasiones, cuando han venido, tan sólo se han llevado algunos comestibles. Espero, si se acercan por acá, que sean prudentes.
Samuel, quien ya había cumplido sus quince años, era un joven fornido, acostumbrado a las labores del campo, respetuoso y amable, protector de su hermana, quien había alcanzado los trece años de edad.
—Apaguemos las luces, opinó Gloria Estella, muy alterada. Ustedes deberían esconderse, tal como se los aconseja Alcibíades, dijo, dirigiéndose a los muchachos.
—Por ningún motivo los dejaremos. ¿En dónde está la escopeta?–preguntó Samuel.
—Aquí nadie va usar un arma. Sería una estupidez -dijo el anciano, con gesto severo. Les ordeno que se vayan a la casita que está junto al riachuelo.
Habían andado unas dos cuadras cuando dos guerrilleros, que rondaban, los detuvieron.
—¿Hacia dónde se dirigen? —Preguntó uno de ellos.
—Íbamos a recoger unas yerbas, para el abuelo que está un poco enfermo.
—Llévanos a tu casa, dijo el que parecía tener un rango superior. Queremos hablar con tu abuelo –agregó.
Los jóvenes, aterrorizados, los guiaron por el bosquecillo que poco antes recorrieron.
Habían caminado un corto trayecto cuando aparecieron otros tres subversivos, vestidos con trajes camuflados y los rostros enmascarados. En conjunto, se dirigieron hacia la casa.
Sin mediar palabras, uno empujó la puerta y tres de ellos penetraron. Allí, con gesto adusto, sentado en un taburete, estaba el viejo Alcibíades.
—¡Bienvenidos, señores! ¿Qué desean?
—Rondábamos por aquí y nos topamos con estos jovencitos. Dicen que son sus nietos. Sólo queremos que nos colabore con alimentos.
—No hay problema. Pueden tomar lo que necesiten. Pero no nos hagan daño, por favor. Somos gente de paz —dijo, con una sonrisa sutil.
El que parecía ser el comandante, dirigiéndose al viejo, le dijo:
—Necesitamos hombres para la revolución y este joven podría servirnos, dijo, señalando a Samuel.
Samuel, mirando al comandante guardó silencio, pero Amalia, con rostro descompuesto, derramando algunas lágrimas, le observó:
—Él es el único apoyo que tiene mi abuelo. Incapacitado como está, no puede cultivar la parcela. Si se fuera con ustedes pasaríamos muchos trabajos.
—Sería una injusticia, opinó Gloria Estella, desde un rincón de la casa.
—No queremos hacerles daño. No atacamos a los civiles a menos que comprobemos que están de parte del ejército o de la policía. El muchacho puede sernos útil como informante.
—Pero… si es apenas un niño, —dijo Gloria Estella, con el rostro bañado en lágrimas.
—Toma tus cosas Samuel. ¡Te irás con nosotros!, —dijo el comandante, en tono agreste.
—No se preocupen, que yo regresaré, —les dijo el muchacho.
Cabizbajo, con rostro de preocupación, en una talega empacó unos pantalones vaqueros, unas camisas y una ropa interior. Abrazó a su hermana, besó al abuelo e inclinándose un poco le pidió la bendición a Gloria Estella.
Los subversivos tomaron algunos comestibles, que guardaron en un costal, y dirigiéndose al viejo Alcibíades, le dijeron:
—Estaremos atentos para que no les pase nada. Cuidaremos al muchacho.
Entonces, sumidos en el dolor, cobijados por las sombras de la noche, vieron partir a Samuel con los hombres vestidos con uniformes camuflados.
—Hoy mi abuelo está cumpliendo ochenta y cuatro años. Es una fecha para no olvidar, ya que un día como hoy los subversivos se llevaron a Samuel y no hemos vuelto a saber de él, —le comenta Amalia a una amiga, con el rostro bañado en lágrimas.
Julio de 2014
Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia