Relato de una intensivista, sobreviviente del COVID-19, sobre cómo es su día atendiendo a pacientes graves de esa enfermedad en una Unidad de Cuidados Intensivos en Colombia
Tomado de: www.vanguardia.com
(Artículo publicado originalmente el 5 de julio de 2020)
En una UCI COVID-19 no hay tiempo para descanso; es el mayor reto tanto físico como emocional que he tenido en mis más de 20 años como médico y los cerca de 15 trabajando en cuidados intensivos.
Es abrumador lidiar con casos tan graves, conocer tan de cerca a esta enfermedad, que a pesar de lo que piensan los incrédulos, mata, y lo hace en soledad y en medio de la incertidumbre.
Yo misma la padecí: el 18 de marzo tuve los primeros síntomas y apenas 48 horas después estaba en un hospital luchando por mi vida; gané la batalla que libré durante 15 días y entiendo perfectamente el miedo que tiene el paciente, que tiene la familia. Esta enfermedad no tiene nada lindo.
«Los trajes de bioseguridad hacen que la comunicación entre el equipo sea muy difícil; para reconocernos nos escribimos, en letras grandes, nuestros nombres en el vestuario»
Ahora llevo dos meses nuevamente trabajando, haciendo lo que amo, y esta vez, desde una sala de cuidados intensivos exclusiva para pacientes con el virus o con sospecha de infección: soy intensivista, estoy en la primera línea de atención para ese porcentaje de contagiados que están en condición grave.
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No será fácil, será una correría llena de mucho estrés, trabajo físico, incontables medidas de bioseguridad y muchas emociones, que incluyen lágrimas que muchas veces escondo tras la mascarilla.
Un poco de ejercicio es ideal para preparar mi cuerpo para lo que me espera, además porque desde que sobreviví, trabajo incansablemente en la recuperación de mi fuerza y capacidad pulmonar, que disminuyeron como consecuencia del contagio.
Luego, una balanceada comida, esta será mi única alimentación mientras esté de turno. No podré ingerir nada más. El protocolo impide que nos quitemos la mascarilla o que salgamos de la unidad: la idea es que no nos dé hambre en el resto del día, en jornadas de aproximadamente 12 horas.
El ingreso
Entrar a la sala de UCI no es fácil ni rápido. Llegamos a una sala estéril, en donde los médicos, enfermeros y auxiliares nos desinfectamos y cambiamos. Allí nos vestimos con un uniforme de dos piezas, polainas sobre el calzado que hemos comprado exclusivamente para la UCI, guantes que se convierten en mi mano mientras estoy trabajando, doble gorro, la mascarilla N95, un tapabocas médico sobre ese, gafas de seguridad y un traje de tela plástica encima de todo, ese que parece que fuera de astronauta.
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Las dosis de desinfectante a los que nos vemos sometidos, la rutina de lavado de manos, las largas jornadas con el tapabocas y los gorros puestos hacen que desarrollemos alergias, marcas sobre la piel e incluso se nos caiga el cabello.
«Muchos han optado por usar pañales desechables; y aunque se evitan todo el procedimiento de ir al baño, que puede tardar hasta media hora, sufren secuelas como dermatitis».
Muchos de mis compañeros y conocidos han decidido no exponerse, han renunciado; y no los culpo, tienen miedo y están agotados. Vivimos con pánico, nos aterra enfermarnos o contagiar a nuestras familias; además el desgaste físico y sicológico es brutal: los turnos son agotadores, estamos cansados y el fallecimiento de los pacientes o las noticias del aumento de las víctimas, incluyendo entre ellos al personal de la salud, es terrorífico.
Hasta pañales
Hoy no aguanté las 12 horas sin ir al baño; después de ocho horas de iniciado el turno, me ganaron las ganas de orinar. Para hacerlo debo decirle a alguno de mis compañeros que me acompañe y asista. Hay que usar guantes adicionales y esa persona debe sostener mi uniforme para que no toque nada, y luego ayudarme a subirlo. Por ello muchos han optado por usar pañales desechables, los compran con sus propios recursos, y aunque se evitan todo el procedimiento que puede tardar hasta media hora, sufren secuelas como dermatitis.
«La idea es que no nos dé hambre en el resto del día, en jornadas de aproximadamente 12 horas»
Los trajes de bioseguridad hacen que la comunicación entre el equipo sea muy difícil; para reconocernos nos escribimos, en letras grandes, nuestros nombres en el vestuario. Cuando estamos de humor, también les pintamos una flor, una playa, un sol, algo que nos dé esperanza y reconforte e incluso nos saque sonrisas.
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Además, hablamos a los gritos, los trajes hacen difícil escuchar, y más difícil escribir. Los computadores están protegidos con plástico y nuestros guantes acentúan el esfuerzo que hay que hacer para registrar los datos de cada paciente, procedimiento que hay que realizar de manera minuciosa: anotar su evolución, tratamiento, medicación, etc., no solo por responsabilidad profesional, sino porque otros colegas con otras especialidades también deben tener la información necesaria para atenderlos y teniéndola en el sistema evitamos al máximo que ellos tengan que ingresar a la UCI.
«Esta enfermedad no es un invento, ni un cuento de conspiración, es real, yo la he vivido desde ambos ángulos, la padecí y gané, y ahora ayudo a que otros también ganen la batalla»
Actualmente, la unidad en la que trabajo está llena. Todos los pacientes están intubados, no podemos atender a más de 7 o 10 camas máximo por médico.
El ingreso a cada cubículo se realiza con estrictos protocolos. Sobre toda la indumentaria es necesario ponernos una bata desechable manga larga y otro par de guantes. Lo hacemos el médico, el jefe de enfermería y el terapista. Al salir, hay que desinfectarnos con cloro y alcohol, y desechar guantes y bata.
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En caso de un paro cardiaco, la reanimación de un paciente con COVID–19 es muy difícil. Yo he realizado varias y son los momentos de mayor riesgo de contagio. Cuando se llevan a cabo, el enfermo libera muchas secreciones y esas son las peligrosas gotas foco de contagio. Mientras lo hacemos podríamos contaminarnos, pero nuestro objetivo es salvar esa vida, arrebatársela a la enfermedad.
Todos son valiosos
Yo veo en el paciente a alguien que es abuelo, padre, hijo, esposo, madre, hermano, que tiene afuera de esta sala a una persona que lo ama y que lo extraña; veo reflejados a los miembros de mi familia y lucho en cada turno por su salud, le apuesto a que vuelvan a reunirse.
«Los que estamos luchando contra ella, detrás de las batas, también sufrimos, no ganamos más dinero por nuestro trabajo, solo una satisfacción enorme cuando vemos que sale una persona sobreviviente de esta sala y al fin, después de días de angustia, puede reunirse con su familia».
Muchos hablan que los muertos son ancianos y se refieren a ellos como si fueran prescindibles. Y eso me duele. Efectivamente muchos son ancianos, pero creo que no es justo que estén aquí solos, conectados a respiradores, sino disfrutando de sus nietos, de la vida, de su pensión.
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Muchos otros son jóvenes o personas en edad madura. Actualmente, el menor en la sala UCI donde trabajo tiene 43 años, con un hijo pequeño y una esposa que sufre y lo esperan en casa. El mayor tiene 87 años, su cabeza es blanca e irradia una paz absoluta.
Ambos están intubados y ambos son valiosos.
El momento más triste
Para mí, el momento más duro del día es cuando recibo las llamadas de los familiares para informar el estado en que se encuentran y su evolución. Debo ser fuerte a pesar de estar quebrada por dentro, me viene a la mente lo que debió sufrir mi familia cuando estuve contagiada y en un hospital. Por eso me pongo en sus zapatos y trato de ser lo más clara posible. Desafortunadamente, la desinformación sobre la enfermedad, la impotencia, la soledad, lo poco que sabemos de este virus, hace que todo sea más duro.
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Generalmente estoy acostumbrada a ver a los ojos los familiares de mis pacientes, a permitirles que estén cerca de sus enfermos, aunque sea pocos minutos al día, a explicarles personalmente lo que está pasando y estamos haciendo, pero los protocolos del COVID-19 lo impiden; no porque no quiera hacerlo, sino porque los riesgos de contagio son tan altos que no queremos ver a más miembros de esas familias en estas camas.
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Esta enfermedad no es un invento, ni un cuento de conspiración, es real, yo la he vivido desde ambos ángulos, la padecí y gané, y ahora ayudo a que otros también ganen la batalla. Los que estamos luchando contra ella, detrás de las batas, también sufrimos, no ganamos más dinero por nuestro trabajo, solo una satisfacción enorme cuando vemos que sale una persona sobreviviente de esta sala y al fin, después de días de angustia, puede reunirse con su familia.
Tomado de: www.vanguardia.com