De tanto haber visto cuerpos, él sospecha que “siempre hay algo más que necesita paz: el alma»
Tomado de: www.eltiempo.com
Por: Ricardo Silva Romero
Periodista El Tiempo
Uno va día por día. También iba así antes, también miraba a su gente de la mañana a la noche para no fijarse en la incertidumbre más de la cuenta en aquellos tiempos en que salir a la calle temprano no se parecía tanto a salir a la calle de noche. Pero hoy uno no sabe qué decidir ni qué concluir, aparte del humor y de la compasión y de la fe en lo de uno, porque los titulares de la cuarentena –con sus aires de vaticinio o sus aires de errata– lo llevan del grito al hastío, del vértigo al alivio, como cualquier montaña rusa con las tuercas un poco sueltas.
Una vez más lo mejor es contar la historia sin agendas ni moralejas en mente. Y la de este viernes es la historia de cómo el médico anestesiólogo Óscar Pastrana (foto), de 35, ha vivido una vida de Barranquilla a Pereira para entender que tiene que contarla.
Yo me limito a escuchar sus audios con cadencia de plegarias porque, por deformación profesional, me la paso sospechando que narrar es digerir lo invisible.
Pastrana me retrata su infancia en el corregimiento de la sitiada y violentada y desplazada La Caucana, en el municipio de Tarazá, en el Bajo Cauca antioqueño, como el viaje a su vocación. Pudo ser otro raspachín, otro niño reclutado por guerrilleros o paramilitares, otro extraviado con un disparo en la cabeza, pero, como su mamá le rogó que se aferrara a su educación, y todo lo que pasaba por allí –la corraleja, el paludismo, la pila de muertos– lo empujaba al cuerpo humano y su cuidado, desde muy niño dio por hecho, y no fue solo él, sino su mundo entero, que iba a ser médico: “No sé cómo vamos a hacer, pero así va a ser”, le dijo una amiga. Su formación a pulso fue extraordinaria: la Universidad de Antioquia, “el hospital con alma” Pablo Tobón, el Rosario, el Sant Pau. Y su vida resultó ser una trama cuya única solución es su relato.
Desde que volvió a Colombia ha denunciado lo que encarna: el ciudadano endeudado hasta el cuello por atreverse a estudiar, el médico rechazado, mal pago e insomne que poco piensa en salud por andar pensando en enfermedad, y el intensivista contratado por prestación de servicios, si acaso tiene suerte, en redes de hospitales con andamiajes de negocio. Desde diciembre, que pensó en matarse, lee entre líneas lo que le pasa. Desde la llegada del virus ve improvisaciones, errores fatales, culpas, miedos, corajes, milagros, de tal modo que su fascinación con el cuerpo se le ha vuelto una fascinación con lo incorpóreo. Desde que el pediatra Víctor Ballén, su paciente, le pidió “hablemos de la vida” con la cara de espanto que cubren las máscaras en cuidados intensivos, sabe que cada día está a prueba su salud mental.
Y, de tanto haber visto cuerpos anulados en aquellas camillas, sospecha que “siempre hay algo más que necesita paz: el alma queda ahí”.
Dígale “mente” o llámelo “alma”: da igual. En busca de su amor propio, de su derecho de estar a salvo dentro de su cuerpo, de su respiro, el agudo Óscar Pastrana está diciendo que su biografía atragantada se parece más de lo que uno cree a aquella terapia aplazada con sevicia por este país en guerra: si la idea es reconocer nuestra incapacidad para exhalar el horror, y nuestra insensatez de talla mundial, entonces bastará recordar que la Colombia de hoy tiene un partido de gobierno que cuatro años y cientos de líderes asesinados después sigue hablando para nada –para atrincherarse e imponerse será– de reformar los acuerdos de paz con las Farc. Que cada quien vea si cree en exorcismos o en terapias o en encuentros cercanos de cualquier tipo, en fin, pero que deje de despreciarse como si fuera un capricho la necesidad de pronunciar nuestro drama. Que el doctor Pastrana siga contándose para que sea claro dónde estamos.
Tomado de: www.eltiempo.com