Cuando se muere dos veces…

Cuento

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia

Sentadas en sendas mecedoras, bajo los almendros del frente de la casa, donde recibían la fresca brisa de diciembre, Carmela y Leonor tejían, con denuedo, un par de manteles que anhelaban tener listos para Navidad, mientras que chachareaban de múltiples temas que nada tenían que ver con sus propias vidas.

Rondando los cincuenta, primas hermanas por parte de sus madres, desde muy pequeñas hubieron de vivir juntas, cuando Rosario, la madre de Carmela, enviudó muy joven y con sus dos hijos, una hembra y un varón, recibió protección en casa de Esperanza, la madre de Leonor. Esta circunstancia hizo que Rosario y Esperanza, modistas reconocidas, levantaran a sus hijos bajo el mismo techo, con preceptos religiosos y comportamientos muy semejantes.

Teobaldo, esposo de Esperanza, dedicado al negocio de productos agrícolas, y quien poseía una pequeña parcela en la zona bananera, pudo adquirir algún capital para el mejor bienestar de su familia. Tierno y amoroso, siempre fue condescendiente con la presencia, en su casa, de su cuñada y los dos hijos. Quiso a los pequeños como si fueran sus propios hijos y ayudó a la educación de ellos en colegios privados.

Carmela guardó siempre un gran respeto por Teobaldo, a quien consideró como su padre adoptivo. Leonor, un año mayor que la prima hermana, de un temperamento más alegre y descompuesto, solía llevar la iniciativa en las aventuras juveniles que emprendían entrambas. Vivaracha, con unos ojos redondos y muy negros, despedía alegría en su mirada. Carmela, más apacible, con mayor dedicación a sus estudios, solía festejar con alborozo las travesuras de aquella hiperactiva pero cariñosa prima. Juntas crecieron, fueron a los mismos colegios y juntas compartieron sus ratos de regocijos y de tristezas.

A raíz de la muerte de un vecino, los lamentos de los familiares se escuchaban a distancia; ellas discutían sosegadamente, pero con algo de sorna, del por qué las gentes se ponían muy tristes cuando algún familiar moría.

–La muerte es un descanso necesario cuando se llega a cierta edad de la vida, o cuando se padece una enfermedad incurable y mortificante. –Dijo Carmela, con gesto adusto,
–¡Y nos causa gran satisfacción cuando el muerto se había hecho insoportable en vida!, –afirmó Leonor con una sonrisa leve, mientras que sus ojos resplandecían de felicidad.
–¡No deberías hablar así! De todos modos, una quiere a sus seres más allegados y a sus amigos íntimos, y nos causa mucha tristeza verlos partir! –le objetó Carmela.
–¿Acaso no nos produjo satisfacción la muerte del viejo Ramón? –la interrogó, riendo. –Sólo a mi mamá se le ocurrió llevar a ese morboso y sucio viejo a la casa. –Expresó, con desagrado.
–¡Deberíamos perdonarlo, después de tantos años! –dijo Carmela, con gesto suplicante.
–¡Lo perdonarás tú, porque, lo que soy yo sólo deseo que se esté asando en los mismísimos infiernos! –le reprendió Leonor, con rostro enérgico.
Ahora, las dos primas hermanas, con sus sienes ya pintadas de gris, recordaban las penas que debieron padecer desde cuando Ramón hizo su arribo a la casa.

Ramón, de corta estatura, demacrado, con los cabellos desordenados, contaba cerca de sesenta años de edad cuando Esperanza, su prima lejana, lo llevó a su hogar. Amante de las bebidas alcohólicas, fumador empedernido, vagaba de pueblo en pueblo, vendiendo cachivaches para poder subsistir. Con una camisa sucia y unos pantalones vueltos hilachas, como hojas viejas de plátano, lucía su rostro con un par de cachetes hundidos por la pérdida de gran número de dientes. Así, en ésa facha lamentable, lo encontraron Esperanza y su esposo, un domingo, cuando salían de misa. Sentado en un peldaño del atrio de la iglesia, extendía su mano sucia rogando unas monedas.

–Es el hijo de tía Elodia –le comentó Esperanza a su marido. –Tuvo varios empleos, muy buenos, pero el trago lo llevó a este estado –afirmó.
–¿Por qué no lo recogemos y lo llevamos a casa? Teobaldo la miró sorprendido, pero no fue capaz de negarse a la propuesta de su esposa, al contemplar su cara entristecida.
Y «Ramoncito”, como se le conocía en el barrio, fue a dar a casa de los Ortega. Leonor y Carmela contaban, para ese entonces, con catorce y trece años, respectivamente.

Con un buen aseo corporal, una buena ropa y una alimentación adecuada, el viejo cambió su imagen en poco tiempo. El bondadoso Teobaldo lo llevó al dentista, quien le extrajo las raíces ya podridas y le confeccionó una caja de dientes. Del rostro de «Ramoncito» desaparecieron algunas arrugas.
Lo instalaron en una de las dos piezas que Teobaldo había hecho construir en el fondo del patio de su amplia casa. El cuarto que le asignaron no era muy grande, pero para aquel viejo vagabundo resultaba un hotel de cuatro estrellas, con una buena cama y un baño para su uso personal; tenía también un tocador, con un espejo en la pared. Teobaldo le encomendó algunas funciones en su negocio, pero le exigió que debía abandonar la bebida. El malicioso viejo cumplió, a medias, tal recomendación; en algunas tardes se le vio llegar a casa, bamboleándose por efectos del alcohol.

Cuando las niñas entraron a la adolescencia y sus cuerpos comenzaron a tornearse, su andar pausado y rebosante de coquetería despertó los instintos, ya adormecidos, en aquel viejo bribón. Sin disimulo alguno, con su mirada lasciva, parecía desnudar a las jóvenes cuando cruzaban delante de él.

–¡Maldito viejo! ¿Por qué no se morirá? –Le decía Leonor a Carmela, con rostro enardecido.
–No le prestes atención y verás que se cansa –le respondía Carmela, más tranquila que la prima.
–Es que no sólo nos sigue con la mirada a todas partes, sino que hace gestos insinuantes y groseros con su lengua. –¡Un buen día de estos se la voy a cortar! –dijo, muy enojada. Carmela rió ante la expresión de la prima hermana, que ahora tenía su faz enrojecida.

Las actitudes poco respetuosas de «Ramoncito» motivaron en las jóvenes, especialmente en Leonor, una justa repulsión. Para diciembre, una noche, cuando las jóvenes se arreglaban para ir a una fiesta, Domitila, la criada de la casa, algo asustada llegó hasta el comedor, donde Teobaldo y Esperanza apenas si terminaban de comer y les dijo con voz muy temblorosa: –¡He llamado a Ramoncito y no responde! –Hace un rato me asomé por la ventana y parece estar durmiendo.

–¿Tan temprano? – preguntó Teobaldo. ¿Acaso vino con tragos?
–Él no ha salido en toda la tarde, señor –afirmó la criada.

Teobaldo se dirigió a la pieza y empujó la puerta. «Ramoncito» permanecía inmóvil en su cama y no respondió al llamado. Rígido, intensamente pálido, tenía un aspecto cadavérico; sus ojos, muy abiertos, no respondieron a las maniobras que con sus manos le hiciera Teobaldo. Tampoco detectó movimientos en el tórax: su respiración parecía haber cesado.

–¡Creo que está muerto! –dijo cabizbajo, mientras fruncía sus labios y se encogía de hombros.

Esperanza, confundida, comenzó a llorar calladamente. –Pobre hombre… Dios lo ha llamado a su Santo Reino –fue su expresión, en tanto que, con su mano derecha, se persignaba. ─¡Llamemos al médico! –dijo por fin.
Se dirigió a la alcoba en donde se acicalaban las muchachas y con voz entrecortada les dijo: ¡No pueden ir a la fiesta! ¡»Ramoncito» se murió!

Las chicas se miraron, sorprendidas. Mientras que Carmela agachaba su cabeza, un poco confusa, Leonor dejó escapar una leve sonrisa, que su madre no percibió por estar de espaldas.

–Que Dios lo perdone –dijo la primera. ¡Espero que no!, expresó con firmeza la inquieta y resentida Leonor.

El médico constató el estado del viejo y lo declaró muerto. Llegaron dos hombres de la funeraria, que vistieron con un hábito carmelita al viejo «Ramoncito». Ahora, el pequeño hombre tenía el aspecto de un santo.

La caja mortuoria, de color café, con el cuerpo inmóvil de Ramón, ocupaba el centro de la sala; cuatro velones y un Cristo crucificado, permanecían vigilantes hacia la cabecera del ataúd. La tristeza era evidente en el rostro de los familiares y amigos que rodeaban al cadáver; pero Leonor y Carmela, con gestos bruscos, parecían disgustadas. Ni una sola lágrima rodó por sus mejillas. El insoportable Ramón les había aguado la fiesta.

De malas ganas permanecían allí sentadas, luego de despojarse de sus festivos ropajes. Ahora vestían de negro, obligadas por sus madres, aparentando participar de las letanías que coreaban las mujeres allí presentes.

Era cerca de la media noche cuando la caja mortuoria se estremeció; un sollozo lastimero se escuchó en toda la sala. Provenía del ataúd.

Con los ojos desorbitados, dos mujeres se acercaron al féretro. A través de la pequeña ventana en la parte superior del ataúd, pudieron ver cómo «Ramoncito» las observaba detenidamente con sus pícaros ojos, en tanto que sonreía con cinismo. –¡Está vivo! ¡Está vivo! –vociferó una de las mujeres. –¡Está riéndose! –dijo la otra, aterrorizada.

Teobaldo y un vecino corrieron rápidamente hacia el ataúd y pudieron constatar el hecho. No era una simple imaginación de las mujeres. Se fue en busca de un martillo y con presteza forzó la tapa del cajón. «Ramoncito» sonrió y con la ayuda de Teobaldo logró sentarse. Algunas mujeres salieron despavoridas. Ramoncito había resucitado.

El médico que lo examinó habló de catalepsia; según él, el viejo había estado aparentemente muerto durante varias horas, sin estarlo realmente.

Al día siguiente, algo confuso, «Ramoncito» refería un viaje placentero por un largo túnel y reía con picardía. –¡No era mi turno! ¡Tal vez llegue a vivir más de cien años! –¡Tendrán que aguantarme un poco más! –dijo, finalmente.

Carmela y Leonor, algo turbadas, permanecieron encerradas en su alcoba. –¡Ese viejo es resistente! –comentó Carmela, muy seria.

–¡Al maldito viejo tendremos que matarlo! ¡No creo que muera de muerte natural! –afirmó Leonor, lanzando una sonora carcajada.
–¡Deja de decir tonterías! –Si te escuchan te irá muy mal.

En pocos días la recuperación de Ramón fue excelente y volvió a ayudar a Teobaldo en sus labores. Ocasionalmente fijaba su mirada en las dos adolescentes, que no querían saber nada sobre aquel viejo malicioso.

Tanto Rosario como Esperanza habían notado el comportamiento de las jóvenes, ante la falsa muerte del anciano y estaban preocupadas.

–Ustedes deberían ser más amables con Ramón –les dijo Rosario.
–¡Dejen la grosería con ese pobre viejo! –Él no tiene otro hogar en donde estar, distinto a éste. —Afirmó Esperanza.

Las muchachas se miraron e inclinaron sus cabezas en señal de obediencia.

–Quizás sea mejor –comentó Leonor, con un gesto de desagrado.
–¡Sí, señora! ¡Trataremos de ser cordiales con el viejo! –dijo Carmela, con discreción.

Se retiraron hacia su alcoba, con una sonrisa maliciosa. Recostadas en sus camas comentaron sobre el asunto y la forma más viable para resolverlo.

–Mañana le llevaremos una caja con galletas; a él le encantan –dijo Leonor.
–¡No olvides que él es diabético y el exceso de dulce le hace daño! –le recordó Carmela. Ambas estallaron en risa.

Para mediados del mes de enero, las gentes se preparaban para las próximas festividades de carnaval. Eran frecuentes las reuniones bailables durante los fines de semana y las jóvenes hacían parte de un grupo de danzas.

–Si el viejo presenta otra crisis de catalepsia, nos dañará las fiestas – expresó, con rostro de preocupación, la inquieta Leonor.
–¡Deja esos presagios! ¡Olvídate de él! –recomendó Carmela.

Al día siguiente las muchachas llevaron un paquete de galletas al viejo. Ramoncito agradeció el gesto, mientras las recorría de pies a cabeza con su lasciva mirada; ellas parecieron ignorar su expresión. Otro día tocaron la puerta de su pieza y le entregaron un paquete con frutas. Las madres observaron el detalle de las adolescentes con gran satisfacción, sin hacer mayores comentarios.

Finalizaba el mes de enero, cuando una mañana de sábado, mientras desayunaban, Esperanza preguntó: –¿Qué se hizo Ramoncito? –¡No le he visto en toda la mañana!

–¡A lo mejor tomó trago anoche y aún sigue durmiendo! –dijo Leonor, con sorna.
–Creí haberlo escuchado anoche. Se quejaba de algún dolor –comentó Domitila, quien dormía en la pieza vecina.

Teobaldo y Esperanza se dirigieron a la alcoba de Ramón; la puerta estaba entreabierta y la luz encendida. Un fuerte olor a almendras y a vómito impregnaba el ambiente.

El cuerpo del anciano yacía de costado sobre el borde de la cama. Ya mostraba signos de rigidez cadavérica; su tez y las extremidades tenían manchas moradas, que contrastaban con la palidez del resto de su cuerpo. Sus labios entreabiertos parecían sonreír con picardía. Una babaza sanguinolenta humedecía su mejilla izquierda y la almohada sobre la cual descansaba su cabeza. Sobre la mesa de noche, una caja de finos chocolates daneses, y esparcidos por el suelo una docena de papelitos dorados que habían servido de envoltura a los chocolates extranjeros.

Llamado el médico, éste confirmó la muerte de Ramoncito.

La tarde avanzaba en su recorrido, mientras que el sol descendía hacia el horizonte coloreando de naranja el firmamento. Las dos mujeres continuaban en su labor manual, mientras que los lamentos ocasionales de los familiares del difunto se escuchaban a lo lejos.

–¿Por fin, de qué murió Ramoncito? –preguntó Carmela, muy sosegada.
–¡Nunca se sabrá! –respondió Leonor, con un gesto malicioso.

Medellín, 30 de mayo de 2002

 

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