Tomado de: www.elespectador.com
Por: Saúl Franco Agudelo (foto)
Médico Social
No hay duda de que estamos frente a una pandemia. Es decir: una enfermedad que se expande rápidamente por todo el mundo y nos pone a todos en peligro. Hasta hoy, esta pandemia por coronavirus ha producido más de 200.000 casos en 140 países, de los cuales han muerto 8.000, es decir: cuatro de cada 100 infectados. Si bien es una mortalidad relativamente baja –si se compara, por ejemplo, con el ébola, del que murieron 40 de cada 100 infectados en 2014– puede aumentarse en la medida en que afecte a poblaciones más debilitadas y susceptibles, y los servicios de salud no alcancen a brindar oportunamente la atención requerida.
La incertidumbre es una de las condiciones que hacen difícil enfrentar este tipo de eventos. De hecho, es impredecible el futuro de esta pandemia. Algunas en el pasado han tenido efectos arrasadores. A mitad del siglo XIV la epidemia de peste, conocida como “muerte negra”, produjo cerca de 25 millones de muertes en Europa y marcó el final de la Edad Media. Debemos empeñarnos a fondo la sociedad, los Estados y las personas para evitar que algo semejante ocurra con el coronavirus. Sin pánico ni sensacionalismos, pero con decisión e inteligencia.
Son muchas las preguntas que nos hace y los desafíos que nos plantea esta pandemia. De entrada, desnuda nuestra enorme fragilidad como personas y como humanidad. Presumimos cotidianamente de controlar y dominar la naturaleza y hasta nos creemos el centro del universo. Y con frecuencia cada vez mayor, seres invisibles y diminutos –los virus– desconfiguran nuestros esquemas, trastornan nuestros planes y nos convierten en prisioneros, víctimas o cadáveres. Baste recordar el AH1-N1 en 2009, el Ébola en 2014, el Chicungunya en 2015 y el Zika en 2016. Y, a más de nuestra fragilidad, las epidemias ponen también en tela de juicio nuestros conocimientos y sus tecnologías derivadas. Sabemos mucho, es verdad. Pero aparece, mejor aún, pasa de algunos animales a los humanos uno de estos virus, y quedamos perplejos ante su capacidad de hacernos daño y hasta matarnos, y sin herramientas intelectuales, químicas o biológicas para enfrentarlos de inmediato.
La forma como entendemos la salud y los sistemas y servicios que hemos diseñado para cuidarla y recuperarla también quedan seriamente cuestionadas con este tipo de epidemias. Pensamos más en la salud individual que en la colectiva. Confiamos más en los medicamentos que en la calidad de la vida y la convivencia amable. Centramos el cuidado en los humanos, y descuidamos o depredamos los demás seres de la naturaleza. Convertimos en negocio rentable para algunos lo que debe ser responsabilidad social y estatal en la atención de la salud. La pandemia expresa, con sus cifras de enfermos y muertos, su clamor por prevención oportuna y atención urgente y calificada para todos. En sus códigos cifrados de incertidumbre y riesgo, nos enseña que no nos hundimos o nos salvamos solos, sino como especie. Que la tierra no nos pertenece, sino que pertenecemos a ella, como nos lo han transmitido nuestras raíces ancestrales. Y que la salud y los sistemas y mecanismos para garantizarla y protegerla deben sustraerse a las leyes y los intereses del mercado y regirse por valores tan esenciales como la equidad, la solidaridad y el buenvivir.
Finalmente, esta pandemia de coronavirus vuelve a conmover los cimientos y cuestionar la racionalidad del ordenamiento económico y político imperante. Interrumpe súbita e implacablemente toda la actividad social, económica y política. Desnuda las enormes desigualdades acumuladas en recursos y oportunidades entre países, regiones, sectores e individuos. Evidencia la intrascendencia de discusiones, tensiones y distancias que hasta ayer considerábamos fundamentales e innegociables. Y nos coloca desarmados ante lo esencial de la existencia, de un lado, y de otro, ante las inconsistencias, los absurdos y la insostenibilidad de los ordenamientos que hemos creado y defendido.
Sin poder saber todavía cuáles serán el desenlace final y el alcance real de esta pandemia en perspectiva histórica, sí podemos aprovecharla hoy mismo para repensarnos como individuos y como humanidad. Y, ojalá, para intentar desprendernos de tantas construcciones y estructuras mentirosas e injustas, y decidirnos a explorar otros horizontes, ensayar otras formas de convivir en el planeta y construir algo mejor, más equitativo y amable para todos.
Tomado de: www.elespectador.com