Un gringo en Patuca

Cuento

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Ese sábado, como en muchos anteriores, Patuca, rodeada de tupidas plataneras, mostraba un ambiente bullicioso y muy alegre. Quizá mucho más que en otros sábados. Era día de pago de la quincena y ese lugar de la Zona Bananera, monopolio del Imperio del Norte, representado por la United Fruit Company, había aumentado su caudal de gente, proveniente de las zonas rurales más cercanas.

El Comisariato, una especie de supermercado de la misma compañía bananera, se veía atiborrado por la presencia de propietarios, empleados y jornaleros que acudían allí en busca de comestibles, utensilios caseros y elementos de labranza. En el ala derecha del edificio, una tienda en donde se expendían bebidas alcohólicas: Ron Blanco, Aguardiente, Whisky importado, brandy extranjero. Un buen número de gente hacía fila para adquirirlas.

Ellos podían surtirse de los elementos más necesarios presentando una tarjeta, especie de carné, que la misma Compañía les expedía y mediante el cual tenían un descuento en el valor de los artículos adquiridos. Era un negocio redondo, que los asiduos compradores aceptaban complacidos, considerando el rendimiento de sus escasos ingresos.

Dos o tres cantinas, que existían en aquel caluroso poblado, se veían colmadas de trabajadores, que ahora consumían parte de su jornal en los etílicos licores, pero se divertían compartiendo con sus amigos. La Taberna El Reposo, era la de mayor tamaño; poseía un salón comedor al lado de la venta de licores, que era visitado por comerciantes y empleados que solían encontrarse los fines de semana en esa población. Su propietario, un viejo exiliado del sur de Italia, que había echado raíces allí tres décadas atrás, solía pasearse con suma frecuencia entre la cantina y el salón comedor, vigilando a sus empleados y atendiendo solícitamente a la numerosa clientela. Don Pablo, que así se llamaba el italiano, era también dueño de un pequeño hotel, situado a dos cuadras del restaurante, con disponibilidad de unas diez o doce habitaciones, en donde podían descansar cómodamente los viajeros que allí pernoctaban.

Cercano al hotel, un salón de billar con varias mesas destinadas a la práctica de ese deporte, estaba igualmente pleno de aficionados; algunos se refrescaban ingiriendo gélidas cervezas nacionales e importadas. Colgado y contra la pared, cercano a la entrada, un letrero con letras rojas que decía: «No fío… no quiero perder a mis clientes y menos a mis amigos». Era propiedad de un hombre cincuentón, obeso, rubicundo, que ostentaba una gran panza, a quien apodaban «El Cachaco» y cuyo verdadero nombre era Jesús María Jaramillo. Había nacido en una población de las montañas de Antioquia, pero su espíritu aventurero lo condujo hacia aquellas tierras, en donde se radicó desde hacía más de veinte años. Tres lustros atrás eligió como compañera a una joven de la región, con la cual concibió tres hijos, una hembra y dos varones, el mayor de los cuales -de unos catorce años- solía ayudarle, durante los fines de semana, en los billares. Los billetes recibidos en la quincena, ese sábado, permitían ese lujo a aquellos jornaleros que habían trabajado con tesón en el corte, arrume, clasificación y transporte de la preciosa fruta: el banano, que transportado por el ferrocarril hasta el puerto marítimo de Santa Marta, iría a deleitar el paladar de gringos y europeos.

Frente a la Estación del ferrocarril, un hombre de tez morena y juvenil aspecto, a través de un megáfono, vociferaba, de manera reiterativa, que aquella tarde habría peleas de gallos en la Gallera «La Cresta Roja», situada al final de la única calle amplia que existía y que bordeaba la línea, haciéndole pareja a los rieles, ahora recalentados por el sol ardiente del mediodía. Exhibía, en su mano izquierda un hermoso ejemplar de arriñonada cresta carmesí, espigado, y cuyo cuello estaba cubierto de un plumaje negro azulado; su dorso y sus alas de un dorado intenso, para rematar con una larga cola de color azabache, que el muchacho bamboleaba de un lado a otro, como gancho para entusiasmar a los presentes al espectáculo anunciado.

A lado y lado de la línea del ferrocarril, afiladas a lo largo de la calle, numerosas acacias, ostentando manojos de flores anaranjadas; frondosos árboles de mango cargados de racimos verdes y amarillos rojizos, así como algunos robles que aún portaban pequeñas bellotas en sus ramas, hacían agradables las aceras con sus prestadas sombras. Servían de transitorio albergue a mulas y caballares que, amarrados a unos matarratones y ciruelos, cabizbajos y tranquilos esperaban el retorno de sus amos.
Dos parlantes de tamaño gigantesco, difundían, estrepitosamente, música caribeña, apagando parcialmente las notas de un paseo vallenato que provenían de otro pequeño parlante instalado a la entrada de una cantina. Todo era jolgorio y entusiasmo en aquella población, enclavada en medio del verdor de unos extensos platanares.

Avanzada la tarde y por efecto de los tragos, el tono de sus voces había aumentado varios decibeles en aquellos hombres que habían prolongado la ingestión de licor. Entre ellos se destacaba la figura de un hombre de piel blanca, rostro alargado, mandíbulas salientes y numerosas pecas en sus mejillas, cuyos cabellos semejaban una piel de ardilla. Su estatura rebasaba al promedio de los habitantes de aquella región, y poco le faltaba para alcanzar los dos metros. Recostado en un taburete, descansaba sus largas canillas en otro pequeño banco sin espaldar y, con alguna frecuencia, solía mecerse de atrás hacia adelante, con movimientos que despertaban leves lamentos en aquel deteriorado asiento.

Mascullaba el español y, generalmente, cuando hablaba solo, como lo hacía en esa tarde de sábado, se expresaba en un inglés bastante enredado. Se le conocía como Mister Edward, aunque su nombre completo, según el pasaporte que portaba, era John Edward Stuart. Había llegado a la región unos cuatro años antes y desde hacía poco se desempeñaba como controlador del corte y embarque de los racimos de bananos que debían ser exportados por vía marítima, luego de viajar en tren desde Patuca hasta la bahía de Santa Marta. Tenía pocos amigos, aunque algunos simulaban serlo gracias a lo dadivoso que se mostraba el gringo cuando su cerebro estaba impregnado de licor. Entonces, era jovial y cariñoso. Muchas veces gustaba de repartir algún dinero entre los niños y pobres que se acercaban a él. Durante su trabajo era poco comunicativo con sus subalternos. Se limitaba a impartir órdenes, que muchas veces hacía de manera tajante, o a corregir las cuentas relacionadas con los racimos de banano. Sin embargo, bajo los efectos del alcohol, su lengua se liberaba, bien fuera para alabar a sus contertulios o agredirlos con groseras expresiones. Por ello, muchos se cuidaban de su amistad.

Solía hacer alarde del origen y nobleza de su apellido: fantaseaba al sostener que su familia descendía de los Estuardo, escoceses e ingleses famosos de los siglos XIV al XVII.

Hacía cerca de tres años había tomado como compañera a una mestiza de la región, de padre blanco y madre indígena. Unos veinte años menor que aquel gringo monumental, Eloísa, que así era el nombre de la joven, era de mediana estatura, de piel morena, poseedora de una cara muy bella, un poco redondeada, en la cual resplandecían un par de ojos grandes color de miel. Diligente, hacendosa y sumisa, en su conciencia habitaba más el temor que el respeto y el amor hacia su descomunal y déspota marido, gruñón por naturaleza y frecuentemente hosco en su trato con Eloísa. Celoso en extremo, le había prohibido salir de casa si no era en su compañía; más aún, se oponía a las visitas de muchas de sus amistades de la infancia y a la de algunos familiares. No faltaban las frases insultantes y las amenazas.

En repetidas ocasiones, bajo los efectos del alcohol, le había agredido causándole moretones en el rostro y extremidades. Dos meses antes de aquel desdichado sábado de agosto, fue necesario llevarla al Centro de Salud, en donde el médico debió suturarle una herida abierta en el cuero cabelludo y taponarle una fosa nasal, por donde manaba un chorrillo de sangre. Le había fracturado el tabique nasal con el puño. El temor a aquel impetuoso marido le impidió denunciarlo ante el Inspector de Policía, tal como se lo aconsejaron el médico y Jacinto, un viejo amigo del colegio.

Embriagado al extremo, Mister Edward fue llevado a su casa por dos hombres, mediada las seis de la tarde. No podía sostenerse en sus pies. Los pantalones vaqueros azul pálido, que llevaba aquella tarde, estaban salpicados por los explosivos vómitos que había tenido en la cantina. A pesar del temor que le inspiraba su marido, Eloísa lo recibió y, con la ayuda de uno de los hombres, lo llevó hasta la alcoba. Pacientemente, una vez que lo tuvo tendido en la cama, lo descalzó, cambió su ropa por un pijama y extendió una delgada sábana de algodón sobre su kilométrica figura.

Amigos desde cuando juntos fueron a la escuela, Jacinto, residía muy cercano a la casa de Eloísa. Sentía un profundo cariño por aquella muchacha, delicada y tierna, cuyos ojos color de miel siempre le habían fascinado. En las pocas ocasiones que solían encontrarse, lejos de la mirada escrutadora del posesivo y celoso gringo, Jacinto le había manifestado sus sentimientos. Entonces, Eloísa, un poco confusa, se retiraba rápidamente, temerosa de que el violento marido les viese juntos. Ella también parecía guardar recónditos afectos por aquel muchacho de sanas costumbres y amigo desde la infancia.

Desde la puerta de su residencia, el joven había presenciado la llegada del gringo, sostenido por los dos hombres que lo acompañaban. Pudo constatar su estado de embriaguez y el recibimiento que le hiciera Eloísa. Un sentimiento de temor y de celos lo invadió. Conocedor de la violencia y de las agresiones de que fuera objeto la joven y presintiendo que algo podía sucederle en aquella noche de sábado, permaneció expectante.
A su memoria retornó la imagen de Eloísa cuando, dos meses atrás, debió acompañarla al Centro de Salud, llena de pánico y con el rostro ensangrentado. Esa noche tuvo deseos de acabar con la vida del gringo, más no se lo manifestó a la muchacha cuando le llevó de vuelta a su casa. Pero su mente juvenil albergaba sentimientos conflictivos: no podía tolerar que ese infame marido de Eloísa la humillara de la manera que lo hacía, cuando él la amaba tanto.

Reclinado en su cama, no podía conciliar el sueño y hojeaba el periódico que había adquirido por la mañana en la Estación. Intranquilo, pensaba en la suerte de Eloísa, durmiendo con un borracho violento. Su preocupación era tal que en varias ocasiones se asomó a la ventana que daba a la calle, desde la cual se alcanzaba a ver la residencia del americano.
Poco después de la once observó luces en el interior de la casa y le pareció escuchar un agudo grito femenino que solicitaba ayuda. Rápidamente saltó de la cama, se vistió unos pantalones y una camisa, calzó sus pies, abrió la puerta que daba a la calle y corrió hacia la casa de Eloísa.
Había transitado algunos metros cuando volvió a percibir un grito angustioso. Identificó a la joven y escuchó los alaridos y amenazas de su marido. No le cupo la menor duda de que la muchacha estaba siendo golpeada por el salvaje gringo. Se detuvo un instante, regresó a su casa y tomó un cuchillo de cocina, que introdujo en el bolsillo del pantalón.

Cuando llegó a la casa de Eloísa, ésta luchaba por abrir la puerta de la calle, lo cual logró luego de retirar la tranca. No alcanzó a llegar a la reja del ante jardín, cuando el gringo, que había corrido tras ella, la tomó por su larga cabellera con suma brusquedad. Aún se tambaleaba por efecto del licor. Eloísa cayó estrepitosamente entre las rosas y jazmines que adornaban el jardín. Jacinto saltó la reja y con sorprendente rapidez alzó a la joven en sus brazos y trató de huir hacia la calle. El gringo alcanzó a golpear al joven en la cara y este cayó al suelo; luego, se trenzaron en una lucha desigual, dado el tamaño y la fuerza de aquel bruto. Eloísa abrió la reja y ganó la calle; tras ella fue su marido, quien tomándole nuevamente por el pelo, la sacudió en reiteradas ocasiones y la lanzó al piso. Se inclinó sobre ella y mientras pronunciaba un sin número de palabras obscenas, con sus grandes manazas golpeaba en la cara a la indefensa muchacha, que ahora sangraba por ambas fosas nasales y parecía ser incapaz de escapar de la furia del incontrolable marido.

Jacinto, un poco restablecido del golpe recibido se dirigió velozmente hacia la calle. Ciego de la ira tomó el cuchillo, una hoja de veinte centímetros de longitud, y lo clavó en el dorso de aquel energúmeno gringo. Cuando Edward volvió su cabeza para mirarle, Jacinto hundió la plateada hoja en el lado derecho del cuello. La sangre brotó a torrentes y el gringo inmenso se desplomó, bañando de sangre a Eloísa, quien yacía desmayada en el piso, frente a su casa. Jacinto la tomó en sus brazos y se dirigió apresuradamente al Centro de Salud, con la ayuda de algunos vecinos que se habían despertado a causa de la algarabía reinante.

Antes de partir observó el cadáver. Su cabeza estaba hundida en un charco escarlata y un hilo de sangre brotaba de su boca entreabierta. El médico y las enfermeras recibieron a la joven, que parecía no comprender lo que había sucedido. Anonadada y confusa, su mirada se fijó en Jacinto, quien tomando sus manos entre las de él, las apretó fuertemente y estampó un beso en su frente. Los bellos ojos de Eloísa estaban anegados en lágrimas.

Jacinto se dirigió a la Estación de Policía, a media cuadra del Centro de Salud.

-¡Acabo de darle muerte a ese gringo hijueputa! –le dijo al policía de turno, y le entregó el filoso cuchillo.

Medellín, 16 de noviembre de 2001.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

 

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