Como una libélula en el pantano

Cuento

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Tenía sed de soledad y, pausadamente, me dirigí al bosquecillo cercano a la vivienda a donde había llegado la tarde anterior para disfrutar de unas cortas vacaciones. Pretendía hallar la quietud que nos brinda la naturaleza, tan ausente, en mucha ocasiones, en las grandes metrópolis. Ahora estaba allí, en la pequeña parcela donde transcurrieran parte de mi niñez y los albores de mi adolescencia.

Había llovido a mediados de la tarde y el camino aún estaba remojado y algo fangoso, y yo debí transitarlo con sumo cuidado para evitar una caída.

Diez o quince minutos bastaron para que pudiera llegar al estanque, en cuyas aguas se cultivaron, en otrora, alevinos de múltiples colores.  Ahora estaba abandonado y cubierto, en gran parte, por el musgo verde rojizo que se había extendido por su superficie.  Algunos lotos lucían orgullosos sus flores blancas y rosadas, aparentando navegar plácidamente en las tranquilas aguas del estanque. Sentí un poco de nostalgia al recordar al abuelo quien, cinco décadas atrás, me había guiado, tomado de su mano, por los vericuetos del bosquecillo.

Recostado en una piedra, sombreada por el follaje de los árboles, aspiré el aroma de los jazmines y los tulipanes que, silvestres, crecían muy cercanos al lugar, y escuché el canto muy agudo de las cigarras que imploraban afanosas por más agua en aquella tarde decembrina.

Me pareció volver a ver a Marietta saltar, como una pequeña sílfide, por la orilla del estanque y a mi abuelo sonreír ante las travesuras de la niña que alegre remojaba sus piecitos en las aguas de la laguna. Con un cestillo, colgado de una vara, intentaba atrapar algunos peces que, raudos escapaban a los frustrados intentos de la niña. Sonreía alegremente mientras que mi abuelo y yo, mucho mayor que la pequeña, permanecíamos expectantes temiendo que cayera a las tranquilas aguas del estanque. Pero Marietta, ajena a nuestros temores, seguía saltando y carcajeándose cada vez que los ágiles peces se alejaban de la orilla.

Era la hija menor de Feliciano, el mayordomo de la finca, quien, con su mujer, Laura, había concebido otros dos hijos que ya acudían a la escuela. En muchas tardes disfruté de su compañía, durante las épocas de vacaciones.

Hoy, sus imágenes viajaban por mi memoria con un deje de nostalgia. No volví a verlos pero, después de muchos años, sigo recordando la tarde aquella en la cual nuestra felicidad se cortó súbitamente cuando, entretenidos en nuestros juegos, nos percatamos de la ausencia de Marietta. La buscamos por todos los recovecos de la casa, por el platanar cercano, por el arroyito de aguas cristalinas que mansamente corrían muy cercanas a la vivienda, sin lograr encontrarla. La llamamos con insistencia sin tener respuesta. Laura, con su mirada extraviada y el rostro enrojecido, deambulaba en actitud demencial, voceando el nombre de su pequeña con la esperanza de que le contestara. Todo fue inútil. Nuestras llamadas se perdían en el silencio de la tarde.

De pronto, como si un presagio hubiese invadido su mente perturbada, el mayordomo, llevándose sus manos a la cabeza exclamó: –¡Dios mío, el estanque!
Despavorido, corrió hacia el estanque por el camino tortuoso que lo unía a la vivienda.

Angustiados, seguimos sus pasos, con la esperanza de hallar a Marietta, contemplando, con su mirada infantil y una alegre sonrisa, el cardumen en la laguna.

El padre fue el primero en llegar. Lo supimos cuando escuchamos un grito lastimoso que provenía de la laguna. Más cercanos, anonadados, pudimos presenciar una escena dolorosa: Feliciano, con el agua más arriba de la cintura, sollozando, cargaba en sus brazos a la pequeña Marietta, quien había dejado de respirar.  Acongojado, la depositó al borde del estanque, cuyas aguas fueron testigos de las travesuras y alegrías de la pequeña que ahora yacía sin vida. Desesperada, e inclinada sobre el cadáver de Marietta, la madre clamaba al cielo, sin poder aceptar lo acontecido. Sus hijos, abrazados a ella, compartieron su dolor.

Se ha hecho tarde. Los rayos del sol, que ya casi desaparece en el horizonte, se han filtrado a través de la arboleda que circunda la laguna, embelleciendo el paisaje. Una pareja de libélulas, batiendo sus alas con gran velocidad, se ha posado sobre una mata de loto, buscando los pequeños insectos que han de servirle de alimento. Raudas, se desplazan por la superficie del estanque que ahora se muestra sosegado.

La imagen de Marietta vuelve a mi memoria y me parece verla saltar de un lado a otro, como una libélula en el pantano.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

 

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