El coronel

Cuento

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (Foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de Escritores ASMEDAS Antioquia

Hijo de un notable que había hecho parte del gobierno, ocupado una silla senatorial y una embajada en el exterior, José María del Castillo y Flórez ingresó en el ejército cuando apenas contaba con diez y ocho años.  Logró alcanzar el grado de Coronel, lo cual le permitió ocupar distinguidas posiciones en el Ministerio de Defensa.

Como comandante de una Brigada, debió emprender riesgosas incursiones por unas zonas boscosas y llenas de múltiples peligros, en las cuales se desplazaban con suma libertad y confianza grupos subversivos que conocían los vericuetos de la región.

Numerosas fueron las acciones victoriosas realizadas por el coronel Castillo y Flórez que le valieron distinguidas condecoraciones y pergaminos, en los cuales destacaban sus acciones militares y que, orgullosamente, él mostraba colgados en una pared de la biblioteca de su residencia.

Vanidoso y ufano, solía presentarse ante la tropa y, aún más, ante sus superiores, especialmente cuando estos alababan los éxitos alcanzados por tan distinguido militar.  Una de sus renombradas victorias, que la prensa destacó con grandes titulares, y que le valiera una condecoración, aconteció en la madrugada de un primero de enero, cuando él lucía las insignias de Capitán y, al mando de un escuadrón, sorprendió a un grupo de subversivos que dormía plácidamente en un campamento, luego de una jarana en la noche del treinta y uno de diciembre.

Cuando un tanto arrepentido por la acción cometida contó a su superior que tal vez hubiese sido preferible arrestar a los guerrilleros que haberles dado muerte cuando dormían, éste le respondió:

—¿Por qué habría de preocuparse por tal acción, Capitán?  Si ellos los hubiesen sorprendido a ustedes en tales condiciones, estoy seguro de que, sin ninguna consideración, habrían procedido de igual manera.  Lamentablemente en la guerra suelen presentarse estas difíciles situaciones y la alternativa es matar o esperar a que lo maten.

El superior, observando el gesto melancólico del capitán Del Castillo y Flórez, continuó diciéndole:

—Ellos son unos asesinos que, en múltiples ocasiones, han cometido desmanes, asolado poblaciones y dejado huérfanos y viudas, como consecuencia de sus acciones vandálicas.

A pesar de las palabras dichas por el superior, por la mente del Capitán siguió revoloteando la idea de que no había hecho lo correcto.

Al pasar el tiempo, y a medida que iba ascendiendo en el ejército, los numerosos encuentros con los subversivos le demostraron la crueldad de sus acciones, lo que lo hizo cambiar de opinión.  Se tornó más aguerrido y en los combates sostenidos con los grupos de la guerrilla o de los paramilitares, desataba toda su furia y su experiencia como militar para exterminar las guaridas de los levantados en armas.

Las condecoraciones lo llenaban de orgullo y seguía ufanándose de sus proezas bélicas, a la par que cubría las paredes de su biblioteca con los pergaminos que, como testimonio de sus victorias, le entregaba el Ministerio de Defensa.

Una vez, cumplido su retiro de las Fuerzas Armadas, se dedicó a escribir sus memorias, con la esperanza de que a los militares jóvenes les sirvieran las estrategias que, con detalles minuciosos, él plasmaba en sus escritos.

Mas… cuando ya cumplidos sus ochenta y tantos años, se retiró a descansar a una pequeña finca que había adquirido a pocos kilómetros de la ciudad de Tunja, la nostalgia y los remordimientos volvieron a hacerse presente por su otoñal memoria.  En muchas noches, incapaz de conciliar el sueño, recordó algunas de sus incursiones bélicas y los procedimientos que empleó tratando de acabar con los grupos sediciosos.

Dubitativo, acerca de si sus acometidas militares en verdad estuvieron enmarcadas en los principios de la ética y los postulados del derecho de gentes, pasaba las tardes sentado en el corredor de la casa campestre, rumiando los recuerdos que ahora lo atormentaban.

Recordó con asco muchas de las acciones que durante el ejercicio de su profesión debió cumplir, especialmente la noche de un veintitrés de septiembre, cuando ordenó el asesinato de cinco miserables drogadictos que solían vagar por las frías calles de la capital, cometiendo desafueros y causando pánico a los noctámbulos transeúntes.  Como fantasmas revoloteaban por su mente esas imágenes que le causaban aprehensión y que no le permitían conciliar el sueño.  Trataba de recorrer las páginas de algún texto que había repasado años antes, pero su mente perturbada se lo impedía.

Una mañana de diciembre lo encontró el mayordomo, vestido con su uniforme de coronel, colgado de una viga.  En su pecho lucía una decena de condecoraciones.

Septiembre de 2014

 

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