Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia
Por: Médico Roberto López Campo (Foto)
Neumólogo
Ex integrante del Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia
El tren, procedente de Santa Marta, estaba próximo a arribar a Sevilla, población situada en el corazón de la Zona Bananera, centro administrativo, en ese entonces, de la United Fruit Company, compañía americana que explotaba el cultivo de la fruta. Cuando se detuvo, el barullo en la estación era notorio y las voces estruendosas de los vendedores de frutas y frituras se calaban a través de los ventanales de los coches, despertando la curiosidad de los pasajeros.
Muy cerca de la puerta de entrada de un vagón de primera clase, Josefina ocupaba una banca, acompañada de su esposo y sus dos hijos: José Antonio, de once años de edad, e Isabel, quien recientemente había cumplido los ocho. Viajaban hacia la población de Fundación, destino final del recorrido del convoy, muy cercana a la cual poseían una finca sembrada de bananos y frutales, y criaban algunas cabezas de ganado.
Su residencia habitual era Ciénaga, en donde poseían una hermosa casa, muy cercana a la orilla del mar. Hoy viajaban a la finca, aprovechando las vacaciones estudiantiles de los dos pequeños.
Josefina y Francisco se habían conocido cuando eran muy niños e iban juntos a la escuela. Doce años antes habían contraído matrimonio y durante el tiempo que llevaban de casados habían sido muy felices, con excepción del momento en que debieron soportar la pena por la muerte de su tercer hijo, cuando apenas contaba ocho meses de nacido. Una meningitis, como complicación del sarampión, fue la causa de su deceso, que llenó de dolor a la pareja y a sus familias, muy amistadas entre sí.
Emprendedores por naturaleza, poseían, frente a la Plaza de Mercado, un almacén en el cual expendían artículos eléctricos y utensilios de cocina, a más de diversas baratijas, negocio que les había facilitado llevar una vida muy solvente y adquirir la finca bananera a la cual se dirigían en esa mañana del mes de junio.
Llenos de ilusiones, planeaban, para ellos y sus hijos, largos ratos de descanso y paseos a caballo por las veredas que bordeaban el caudaloso río, que incontenible descendía de la sierra, acariciando con sus gélidas aguas las tierras de esa hermosa región.
Una vez que el tren se detuvo en la estación, algunos pasajeros, portando maletines de mano, abandonaron el vehículo. La mayoría eran hombres de negocios o propietarios de fincas, cercanas a la población.
La tranquilidad en el interior del vagón se rompió cuando sonaron los disparos. Fueron tres o cuatro, según los comentarios de algunos pasajeros que ocupaban las bancas vecinas a las del matrimonio Montealegre y sus hijos. Mientras que el cuerpo desgonzado de Francisco era sostenido por los brazos de Josefina, quien con espanto emitía incontenibles gritos de dolor; el agresor, un hombre de piel morena, de aproximadamente treinta años, huía por el pasillo portando en su mano izquierda el arma homicida.
Las detonaciones llamaron la atención del pequeño José Antonio, quien abstraído, observaba a la gente que presurosa deambulaba por la calzada, frente a la estación. Cuando giró la cabeza pudo ver, estupefacto, al hombre de piel morena, que aún permanecía cercano, con la pistola en su mano izquierda. Observó que su cara, redondeada, con cicatrices de viruelas, tenía una pequeña herida en su mejilla derecha. Tardó un instante para cerciorarse de que el herido era su padre, quien reposaba en los brazos de Josefina. Los niños unieron sus lamentos a los de la madre, cuyo vestido blanco ahora estaba manchado de rojo.
Dos vigilantes del tren, uniformados de azul oscuro, se acercaron al herido quien, con su rostro intensamente pálido, balbuceaba algunas palabras pidiendo ayuda. Otros dos voluntarios ayudaron a los guardias a cargar a Francisco y rápidamente fue trasladado al hospital de la compañía frutera, situado a menos de dos cuadras de la estación. Josefina y sus hijos, seguidos de un grupo de curiosos, en desordenada procesión, marchaban detrás del cuerpo exánime del herido.
Los médicos de turno lo recibieron y, avivadamente, lo trasladaron al quirófano que, bien dotado, poseía aquel sanatorio de los norteamericanos.
Una solícita enfermera rubia, vestida de blanco, prestó la ayuda necesaria a Josefina para que pudiera asearse en el lavabo cercano a la entrada del sanatorio. Su vestido, de lino blanco, mostraba manchas purpúreas. Sollozando, con la cara tomada entre sus manos y acompañada de los niños, permaneció sentada en el recibo durante dos largas horas, mientras que su esposo era intervenido por los cirujanos que intentaban salvarle la vida. Pero todo fue inútil. Las heridas que recibiera Francisco por parte del inesperado agresor, fueron mortales. Una de ellas había destrozado una arteria importante del pulmón y por allí se le escapó la vida. La hemorragia, muy copiosa, detuvo la marcha de su corazón.
La noticia se la comunicó el cirujano a Josefina. Mostrando un gran valor, abrazó a sus hijos y los enteró del suceso. Así permanecieron por largo rato, sin decir palabras. A sus oídos llegaron rumores acerca de la detención del homicida.
Pocos días después, cuando la citaron para que reconociera al asesino, comprobó que era un antiguo trabajador de la finca, quien había sido despedido al comprobársele que era culpable de abigeato. Estuvo recluido en prisión poco menos de un año, gracias a las argucias de un abogado.
Josefina retornó a Ciénaga con el cadáver de su esposo, auxiliada por sus familiares, que pronto acudieron a Sevilla cuando se enteraron de la noticia.
Ante la ausencia imprevista de su marido, debió ponerse al frente de los negocios y nombrar un administrador para el cuidado y manejo de la finca. Debía sacar a sus hijos adelante, trabajando con tenacidad y disciplina, e intentando olvidar el nefasto acontecimiento. Pero su hijo José Antonio, un adolescente cuando se sucedieron los hechos, jamás pudo olvidar el rostro del asesino de su padre.
Cuando en alguna ocasión su madre le escuchó decir que, cuando él fuera mayor se compraría un arma para ultimar al criminal, con sus ojos bañados en lágrimas y el rostro compungido, lo reprendió diciéndole: –¡Y así te convertirás en asesino! Tu padre, que fue un buen hombre, siempre tuvo en mente hacer de ti un ciudadano ejemplar. Yo sufriría muchísimo si te llegara a ver encerrado en una cárcel. ¡Es preciso perdonar!… o al menos olvidar lo sucedido. Lo estrechó entre sus brazos y lo llenó de caricias.
El joven la escuchó silencioso y partió hacia su alcoba. Una mezcla de dolor y de angustia lo invadía en su interior.
Habían pasado más de veinte años desde cuando la fatalidad llenó de luto y de pesar a la familia de Josefina, quien, con firmeza y decisión, logró llevar a sus hijos a alcanzar las metas que se habían propuesto. Isabel era una brillante abogada que asesoraba a una prestigiosa empresa en la capital de la República. José Antonio, por su parte, había alcanzado el título de Médico y Cirujano, ejercía en el Hospital General de Santa Marta y poseía un consultorio en una clínica particular de la ciudad. La madre, que ahora lucía algunos mechones cenizos en sus sienes, se sentía orgullosa cuando alguien ponderaba y alababa a sus hijos, ya profesionales.
Es domingo por la tarde cuando el doctor José Antonio Montealegre es llamado de urgencia al hospital. Un hombre, de aproximadamente cincuenta y tres años fue llevado al servicio con heridas de bala. De piel morena, ahora está intensamente pálido a causa de la sangre que ha perdido. Semiinconsciente, apenas sí puede balbucear su nombre cuando la enfermera y el médico lo interrogan. Dice llamarse Arcesio Buenahora. Remotamente, José Antonio parece recordar ese nombre y su mente se perturba por unos segundos. Dos heridas de bala habían perforado los intestinos del sujeto y parecía que fuera a morir.
José Antonio revisa los datos de la historia clínica y sorprendido observa el nombre del paciente que, indiferente, reposa en la mesa del quirófano. Con ansiedad observa el rostro del sujeto que, a pesar de los años, ha cambiado muy poco. Tal vez algunas arrugas y un bigote blanquecino le hicieron dudar por un instante. No tenía la menor duda de que aquel hombre, ahora su paciente era el mismo que esgrimiera el arma que hirió de muerte a su padre.
En silencio, se dirigió al lavamanos cercano a la sala de cirugía. Debía asearse sus manos y antebrazos antes de iniciar la intervención. Mientras que lo hace, le viene a la memoria la imagen de su padre, que exangüe permanece en el regazo de su madre, quien desesperada llora y gime, expresando su dolor. Al frente, con el arma aún humeante, el hombre de piel morena que ahora yace en la camilla del quirófano, esperando –sin saberlo– que las diestras manos de un cirujano eviten su deceso.
Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia