El viejo Joaco

Por: Roberto López Campo (foto)
Médico Neumñólogo
Ex integrante Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

El viejo se solazaba en una coloreada hamaca, colgada bajo una mata de parra, que se extendía formando una especie de techumbre, sobre una armazón de listones de madera, entrelazados y sostenidos por seis horcones.

El día había sido muy caluroso, pero con la llegada de la tarde la brisa marina lo había refrescado y Don Joaco, como lo conocíamos en el barrio, se deleitaba leyendo una revista -el último número de Cromos-, mientras que la hamaca oscilaba muy pausadamente, cual si fuera el pesado péndulo de un antiguo reloj de pared. De vez en cuando leía en voz alta y -con alguna frecuencia- renegaba sobre la intolerancia, de acuerdo con las informaciones de la revista, de cierto grupo de gente que, aduciendo un determinado color partidista, agredía sin piedad al grupo contrario.
Nunca pudo entender por qué se mataban entre sí los ciudadanos de una misma nación, llenando de luto y desolación los campos y poblados.

Fornido, musculoso, de tez morena, con unos grandes ojos, sus pobladas cejas lo hacían más atractivo a pesar de sus años y sus sienes ya nevadas. Aunque su voz era de un tono grave, su expresión era agradable, pausada y, con frecuencia, acompañada de una leve sonrisa.

Los sábados por las tardes, terminada su rutinaria labor en la ebanistería de su propiedad, después de un abundante almuerzo y una corta siesta, don Joaco se dedicaba a la lectura de una obra literaria, de un periódico o de una revista, tal como lo hacía en esa tarde.

Acompañaba su lectura con un enorme puro, cuyo aroma invadía el ámbito de la casa, y que -para no contrariar a Susana, su mujer- fumaba en el patio, debajo del parral. De vez en cuando se levantaba de la hamaca y se dirigía a una pequeña mesa de mimbre, en donde lo esperaba una botella de brandy, que Don Joaco solía comprar en los buques extranjeros que arrimaban al puerto marítimo. Sosegado y solitario, pasaba la tarde tumbado en la hamaca, acompañando su lectura con unos cuantos coñacs y unos aromáticos habanos.

Durante sus años mozos había trabajado en la zona bananera, conduciendo unos camiones en los cuales se transportaba la preciosa fruta hacia los carros del ferrocarril, que, finalmente la llevarían hasta los buques cargueros fondeados en la hermosa bahía de Santa Marta. Había sido ayudante del maquinista de una locomotora del ferrocarril y, durante varios años, trabajó en los buques marítimos que transportaban la carga a los puertos españoles, franceses e italianos, lo cual le facilitó entender y hablar, parcialmente, estos dos últimos idiomas.

En Sevilla, una población de la zona bananera, hizo vida marital con una joven con la cual engendró tres hijos. Pero su espíritu aventurero lo llevó a viajar, abandonando a aquella mozuela que una vez le entregó su amor y lo cuidó con devoción. En uno de sus tantos viajes conoció a Susana, una panameña del Puerto de Colón, cuyos ojos aceitunados y su indiscutible gracia femenina lo deslumbraron. Su empeño fue tal que, luego de conquistarla, la trajo a vivir a Santa Marta. Susana le dio dos hijas, trigueñas como su madre y garbosas como gacelas.

Con los años, los impulsos aventureros de Don Joaco habían cedido y, ahora, su vida se concentraba en su ebanistería y en su hogar, al lado de Susana y sus dos hijas. Era un experto restaurador de edificaciones deterioradas y, especialmente, de muebles de madera de estilos antiguos, arte que había aprendido en Italia, en donde vivió una temporada. Allí aprendió también a entonar algunas canciones, que él llamaba tarantelas, propias del sur de ese país. Durante varias mañanas nos deleitó con su voz de barítono, un poco destemplada, pero llena de gracia y de dulzura.

Servicial y amable, el viejo Joaco solía ir, con alguna frecuencia, los domingos, a las bellas playas de la bahía, muy cercanas al atracadero de los grandes buques marítimos, de banderas diversas, que llegaban al puerto trayendo mercancías y cargando carbón, café, bananos y diversas frutas tropicales que irían a deleitar el paladar de americanos y europeos.

El viejo solía llevarnos, a un grupo de muchachos, a la playa, cual si fuera un solícito abuelo. Hacíamos el recorrido a pie desde el barrio donde vivíamos hasta la hermosa bahía. Sorprendidos y extasiados contemplábamos los enormes buques mercantes, venidos de países lejanos, y a los marinos platicando en idiomas totalmente desconocidos para nosotros. El “abuelo” se acercaba a comprar algún licor, cigarros habaneros, picadura inglesa o alimentos enlatados procedentes del viejo continente.

Bajo una enorme sombrilla multicolor, el viejo, tumbado en una silla de playa, disfrutando de un enorme cigarro, cuyas nubecillas de humo parecían competir con las chimeneas de los buques en el puerto, leía, con suma atención, una obra literaria. De soslayo nos vigilaba, mientras alegres y bullangueros permanecíamos en la playa esquivando las olas que se diluían en la fina arena. Ocasionalmente suspendía la lectura y se internaba en el mar, a pocos metros de la playa, observándonos con esmero. Allí en la playa retozábamos y, muchas veces, Don Joaco participaba de nuestro juego de pelota.

Antes de regresar a nuestros hogares, solíamos dar un corto paseo por la avenida que bordea la bahía y degustábamos deliciosos helados y picadillos de frutas, que nos brindaba aquel amoroso y postizo abuelo. Nos hablaba del mar, de sus misterios y de países lejanos que él había conocido y mil historias más que despertaban en nosotros sueños de marineros.

En otras ocasiones cambiábamos nuestro paseo a la playa por una caminata a los cerros cercanos que rodean a Santa Marta. Éramos felices correteando a las cabras y a sus pequeños chivatos, que con gran destreza saltaban entre los riscos de la montaña. Las tunas y cactus que abundan en esos cerros, nos brindaban unos deliciosos frutos, que recogíamos con sumo cuidado para evitar los puyazos de las espinas que cubrían su superficie. Lagartijas de variados colores, iguanas, colibríes sedientos del dulce néctar de las flores, palomas torcazas y pequeños conejos de monte eran frecuentes en las laderas de la montaña. El viejo abuelo nos enseñaba a armar sencillas trampas para atrapar a los ágiles y apetitosos roedores.

Cuando el sol calentaba, nuestros rostros enrojecían y chorros de sudor empapaban las camisetas; entonces recurríamos a nuestras pequeñas cantimploras metálicas, en las cuales siempre llevábamos agua helada o una deliciosa limonada con panela. Los cerros, muy rizados, hacían, en ocasiones, difícil la marcha por los senderos. No faltaban las caídas y -en ocasiones- las raspaduras en codos y rodillas, pero con sus cuidados y su ternura, el abuelo lograba hacerlas menos dolorosas.

Durante las vacaciones estudiantiles solíamos viajar a Minca, un pequeño poblado situado en las estribaciones de la Sierra Nevada, en donde él poseía una pequeña parcela cultivada de cafetos y cerezos. En época de florescencia, competían, con sus albas flores de cinco pétalos, cual si fueran ramilletes nupciales. Entre marzo y junio, cuando los frutos del cerezo alcanzaban su madurez, los arbustos se adornaban de ramilletes purpúreos y amarillentos que nosotros alcanzábamos con sólo estirar el brazo, y paladeábamos con delicia.

El “abuelo” gustaba calzar unas botas combinadas de charol y gamuza, azabaches, que abotonaba lateralmente en su parte exterior y que, complementadas con sus pantalones caqui, le daban un ligero aspecto militar. Nosotros nos reíamos a hurtadillas y comentábamos, en voz muy queda: -Se parece a uno de esos coroneles de la época de la Independencia. Pretendíamos adivinar con cuál de ellos tenía un mayor parecido. Cuando el “abuelo” nos sorprendía cuchicheando, nos sonrojábamos, temerosos de que descubriera nuestra jugarreta, de la cual él era el personaje central.

Cercano a la casa corría un estrecho arroyuelo de gélidas corrientes, que afanoso se precipitaba por entre las rocas, entonando murmullos musicales que deleitaban nuestros oídos. En un remanso del arroyo, que nuestros sueños infantiles habían convertido en piscina, solíamos bañarnos durante varias horas, cuando el sol se enardecía y calentaba las aguas cristalinas.

Era delicioso sentarse a la orilla del arroyo, sumergiendo nuestros pies en las glaciales y transparentes aguas, que descendían de la sierra. Cuando la corriente disminuía su caudal, se formaban pequeños pozos que, en su quietud, admitían la permanencia de numerosas sanguijuelas; entonces, introducíamos las piernas hasta la altura de las rodillas, apostábamos al que mayor número de esos anélidos pudiera extraer, adheridos a la piel. Ignorábamos su poder anticoagulante y su acción irritante, que en más de una ocasión fue causa de enrojecimiento y escozor en nuestras extremidades. Pero gozábamos, anotando en un cuaderno el número de sanguijuelas extraídas por cada uno de nosotros.

Cuando el “abuelo” nos sorprendía en tales travesuras, dejaba escapar una sutil sonrisa y nos amonestaba, recordándonos que esos babosos animalitos podrían causarnos daños en la epidermis. Nuestro espíritu aventurero era más fuerte que las observaciones del viejo y persistíamos en nuestras andanzas una vez que el viejo se había retirado.

En invierno, el caudal de las aguas aumentaba formando un riachuelo. Truchas, de pequeños y medianos tamaños emigraban en contra de la corriente, saltando, en ocasiones, por encima de los peñascos, en búsqueda de lugares más apacibles en donde las hembras depositarían sus huevas. Con un tamiz, amarrado a un aro de madera, construíamos cestillos con los cuales atrapábamos a las veloces truchas que competían por llegar al sitio del desove.

Nuestro retorno a la ciudad lo hacíamos a regañadientes, pero era imperativo regresar al colegio para cumplir con las obligaciones estudiantiles. En el trayecto, de vuelta a casa, el abuelo nos mostraba, instruyéndonos, las diversas variedades de árboles y arbustos que bordeaban el camino u ocupaban parcelas más lejanas, empleando, en ocasiones, sus nombres científicos. Nosotros lo escuchábamos con sumo interés y, así, pudimos admirar los frondosos mamones con sus pendientes racimos frutales; los centenarios tamarindos a cada lado del camino, que entrecruzando sus ramas formaban una bóveda sombría, haciendo menos caluroso el recorrido; numerosos mangos colmados de exuberantes frutos verdes y citrinos, y sobre ellos -cual si fueran hambrientas langostas- bandadas de pericos bullangueros deleitándose con sus pulpas almibaradas. Enormes y resistentes robles, cubiertos de bellotas, sombreaban -intermitentemente- algunos trechos del camino, e hileras de matarratones haciendo de cercado, con sus violáceas y rosadas flores engalanaban el recorrido.

Eran numerosos los arroyuelos que bajaban delirantes de las montañas, deslizándose por entre los innumerables peñascos que ocupaban su lecho, formando remolinos espumosos que embellecían el paisaje.

Iniciado mi bachillerato, hube de alejarme de Santa Marta y dejé de ver al viejo Joaco, con la frecuencia que lo hacía durante mi infancia. Ocasionalmente, durante mis vacaciones, tuve la satisfacción de volver a verle y compartir con él temas diversos. Siempre jovial, no dejaba de darme consejos y animarme en la continuación de mis estudios; yo le escuchaba con profundo respeto y gran admiración.

Volví a la playa a pasear en lancha, recorriendo la hermosa bahía y sus alrededores, con el abuelo y su familia.

Al ingresar a la Universidad me alejé mucho más de aquel viejo, que con sus recomendaciones y su ejemplo, había moldeado, en parte, mi personalidad.

Un día recibí la infausta y dolorosa noticia de su enfermedad. Le habían descubierto un tumor maligno en su laringe y debería someterse a una cirugía, la misma que se realizó poco después. Los esfuerzos de los médicos fueron infructuosos; el tumor había hincado sus raíces muy profundas en su organismo y tan sólo un orificio, abierto en su tráquea, le ayudaría a respirar mejor y a hacer menos dramáticos los últimos días de su existencia.

A mediados del año, aprovechando unas cortas vacaciones, fui a visitarle. Enflaquecido, algo pálido y ojeroso, sus ojos habían perdido el brillo natural; se hacía entender con dificultad, obstruyendo con una pequeña gasa el orificio traqueal, mientras que dejaba escapar un sonido ansarino.

Conmovido, en lo más profundo de mí ser, opté por retirarme para que no descubriera mis ojos anegados en lágrimas. Poco después, más sereno, pude hablar con él. Mientras se mecía en su hamaca multicolor, bajo los racimos de uvas del parral del patio, yo degustaba un brandy que él me había brindado. Le informé del aceptable rendimiento en mis estudios médicos. Con una tenue sonrisa y una delicada caricia me manifestó su satisfacción.

Le hablé de mis sueños y propósitos, que él aprobaba con inclinaciones de cabeza. Le exterioricé mis sentimientos de gratitud por todo lo que me había enseñado y entonces fueron sus ojos los que brillaron, encharcados en lágrimas. Durante dos días tuve la oportunidad de compartir con aquel cariñoso viejo del habano, que ahora se hacía comprender con mucha dificultad pero que, a través de sus gestos, proyectaba esa bondad y ternura que siempre le acompañaron.

No tuve el suficiente valor para despedirme de él. Muy de mañana, antes de partir, le contemplé durante algunos instantes mientras dormía, con su respiración estertorosa. Fue la última vez que lo vi.

Me dirigí a la estación del ferrocarril para tomar el tren de regreso a casa. Durante el viaje reconstruí, con un poco de nostalgia, muchos de los instantes de mi vida que pude compartir con aquel tierno y bondadoso “abuelo”. Como fantasmas nebulosos cruzaron por mi mente la playa, los cerros, los riachuelos, veredas y caminos, que alguna vez recorrí tomado de la mano de ese singular abuelo.

Tres meses después, un 31 de octubre, descansó de sus sufrimientos e inició el largo viaje al más allá.

18 de septiembre de 2.000

 

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