Historia de un soldado

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo
Ex integrante Taller de escritores de ASMEDAS Antioquia

Fue una tarde del mes de abril cuando Alejandro Logreira, recién cumplidos sus diez y nueve años, abordó el tren que lo llevaría a la ciudad capital, con el propósito de presentarse a la Brigada para enrolarse en el ejército. Pocas semanas antes había sido seleccionado, junto con varios jóvenes del poblado, para prestar el servicio militar obligatorio.

Se sentía ufano por esa elección, ya que había concebido tal sueño en su mente desde cuando tenía corta edad.

Ante la necesidad de ayudar a su padre en las labores de labranza, había abandonado sus estudios cuando cumplió quince años de edad, sin que desechara la idea de que algún día, no lejano, pudiera lucir un uniforme militar.

En la estación, la madre, con los ojos bañados en lágrimas, lo despidió con abrazos y reiteradas bendiciones.

─Ruego al Señor que te proteja de todo peligro –le dijo, conmovida.

─No temas mamá. Espero no tener dificultades y prestar el servicio militar cumpliendo rigurosamente las indicaciones de mis superiores.

Cuando ascendió al vagón, su madre, una hermana y una amiga, quienes lo acompañaban en la estación, lo vieron enjugar sus ojos con un pañuelo.

Al regreso a su parcela, Elisa, la madre de Alejandro, recordó con nostalgia a su hijo mayor, Agustín, quien seis años antes desapareció cuando viajaba de la finca al poblado, llevando unos plátanos y frutas para venderlos en el mercado. Desde entonces, no se tenían noticias de él. Se rumoraba que había sido secuestrado por un grupo subversivo que rondaba por la región pues, para la misma época, habían desaparecido otros tres muchachos de aquel lugar.

Cuando las autoridades tuvieron conocimiento de la desaparición de los muchachos, realizaron una intensa búsqueda que resultó infructuosa. Pero los moradores de la aldea aseguraban que en varias ocasiones habían visto merodear por allí a pequeños grupos de uniformados con brazaletes, como los que solían utilizar los miembros de las guerrillas.

Durante las casi seis horas del recorrido del autobús para arribar a la capital, ambivalentes sentimientos viajaban por su mente: cierta nostalgia por abandonar a su familia y el deseo vehemente de ostentar, orgulloso, las insignias del ejército nacional. Recordó a sus amigos con quienes departía los fines de semana en el billar del viejo Isidro Ibáñez; a Magdalena, por quien sentía un profundo amor y cuya foto portaba en su billetera.

Cuando arribó a la estación de la urbe, el bullicio reinante causado por los automóviles, autobuses y motocicletas, que raudos circulaban en distintas direcciones, le causó cierto malestar. Recordó con agrado el silencio reinante en el poblado de donde procedía.

Esa noche durmió en casa de un tío, hermano de su madre, situada en un barrio de la periferia de la ciudad.

Dos días después, orientado por un pariente, se presentó a la Brigada, en cuyo patio central se encontraban reunidos más de cien jóvenes que serían sometidos a exámenes médicos para determinar su estado de salud. Él resultó apto para el servicio y eso lo llenó de satisfacción.

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Han transcurrido tres meses desde cuando Alejandro ingresó al ejército. Ha aprendido a manejar un fusil de largo alcance, tácticas de defensa personal, utilización de un transmisor de radio, conocimientos acerca de las minas antipersonas y sus estragos cuando suelen pisarlas, así como las tácticas utilizadas por los guerrilleros para atacar sorpresivamente a los militares.

Orgulloso, ha tomado el juramento de bandera con gran responsabilidad, prometiendo, ante sus superiores y la bandera nacional, defender a la Patria ante cualquier intento de agravio.

Su madre y una hermana, que desde una gradería contemplan el solemne acto, manifiestan su satisfacción con sonoros aplausos cuando el Comandante le toma el juramento al grupo de jóvenes que ahora son, oficialmente, soldados del Ejército de Colombia.

Alejandro, luciendo orgulloso su uniforme militar, sonriente, se acerca a su madre y a su hermana quienes han descendido de las graderías. Las estrecha entre sus brazos y les comenta, emocionado, las experiencias vividas en el cuartel desde su ingreso al mismo.

Mientras que su hermana festeja sus relatos, la madre lo escucha con rostro de preocupación.

─No te amilanes, mamá. Los dos años durante los cuales prestaré el servicio militar pasarán volando; estaré comunicándome con ustedes cada vez que tenga la oportunidad de hacerlo.

Elisa, algo compungida, con sus ojos humedecidos por las lágrimas, lo abrazó fuertemente, diciéndole:

─Todos los días estaré rogándole al Señor para que no te suceda nada malo.

Tomándola de un brazo la acompañó hasta la puerta del cuartel.

Cuando se despidieron, ella le impartió la bendición. Por su parte, Alejandro estampó un beso en su frente.

Con un dejo de tristeza las vio partir por la avenida sembrada de guayacanes amarillos.

No habían pasado seis semanas del juramento de bandera, cuando el Comandante del Batallón reunió en el patio del cuartel a un centenar de soldados y les dijo:

─El Comando Superior me ha informado de la presencia de un grupo de subversivos que anda merodeando por el sur del Departamento de Bolívar, en las laderas de la Serranía de San Lucas, muy cercana a la población de Santa Rosa del Sur. Dedicados inicialmente al abigeato y al desplazamiento de los habitantes, recientemente asesinaron a varias personas que se opusieron a sus exigencias. Necesito conformar un Comando de unos cincuenta hombres para que controlen esa región y ponga fin a los desmanes de esos bandidos.

─El Teniente Palomino y el Sargento Ortega, quienes tienen experiencia, los acompañarán en esta misión. Así, que ahora les pido que cincuenta voluntarios den un paso adelante.

Con una sonrisa de satisfacción, el Comandante observó cómo un mayor número de los que él solicitara, en posición firme, respondieron al llamado. Entre ellos, estaba Alejandro Logreira.

Dos días después, cincuenta hombres, bajo el mando del Teniente Palomino, partieron en dos camiones del ejército hacia la Serranía de San Lucas, por la carretera que conduce a la Costa Atlántica. Luego de más de diez horas de recorrido arribaron a la población, en cuyas cercanías armaron sus tiendas de campaña.

Ese mismo día, el Teniente Palomino y el Sargento Ortega se contactaron con el Comandante de la Policía, quien les informó ampliamente sobre la situación y les dio pistas acerca del sitio donde podrían estar los subversivos.

Al día siguiente, los suboficiales reunieron a sus hombres para instruirlos acerca de las tácticas que deberían seguirse para contactar a los sediciosos, que habían causado muchos daños por la región y tenían amedrentados a los habitantes de los pequeños poblados.

Durante la primera semana, grupos de soldados exploraron la región, tanto en horas del día como en horas de la noche, sin dar con los bandidos. Los interrogatorios a muchos de los habitantes resultaron infructuosos; el temor a la represalia por parte de los guerrilleros cuando descubrían o sospechaban de los informantes, de lo que algunos de ellos habían sido testigos, les obligaba a guardar silencio. Las explicaciones de los militares para convencerlos de que el propósito del ejército era salvaguardar sus vidas y evitar los continuos robos de sus animales y sus cosechas, eran escuchadas con desdén por los campesinos.

─El viejo Emiliano Buendía, a unos cuantos kilómetros de acá, a quien habían maltratado alguna vez por negarse a entregarles un ganado, lo acribillaron a tiros una noche y luego arrojaron su cuerpo al río. Por acá, el silencio y la resignación son nuestros escudos para preservar la vida. La policía es incapaz de frenar estos desmanes─, dijo un hombre de pelos canos, quien residía en la región con su esposa y dos de sus hijos, labrando la tierra, desde hacía más de veinte años.

─Debemos encontrar a algún valiente que nos dé pistas acerca de la posición de los subversivos─, le dijo el Teniente Palomino al Sargento Ortega.

Fue así como el domingo, cuando recorrían el parque principal de Santa Rosa del Sur, descubrieron a un anciano, que ahora caminaba con dificultad a causa de las heridas que recibiera en la cadera, cuando un grupo guerrillero incursionó, cuatro años atrás en la población.

─Ese día, que bien lo recuerdo como si fuera hoy, llegaron, en horas de la tarde, echando bala de manera indiscriminada. Atacaron la Estación de Policía y, a pesar de la resistencia que mostraron los agentes, dos de ellos recibieron heridas de gravedad. Uno de ellos murió tres días después. Pero la zozobra no termina; sospechamos que, vestidos de civiles, suelen llegar al pueblo intimidando a algunos de los habitantes para exigirles dinero. Muchos, temiendo represalias, les conceden sus exigencias. Aquí, los vivos, parecemos muertos… pero de miedo.

Luego de sostener una larga conversación con Don Vicente Martínez, que tal era el nombre del anciano, lo abordaron sobre el asunto que era de su interés: tener conocimiento sobre el sitio que ocupaban los subversivos.

─Si ustedes son verdaderamente prudentes para reservarse el nombre de este viejo, que aún quiere seguir viviendo, y en consideración de que es la primera vez, después de muchos años de sufrimiento, que el gobierno se compadece de este pueblo enviando al Ejército para que persiga a los guerrilleros que tanto daño han causado, voy a sincerarme con ustedes.

─Puede usted estar seguro, Don Vicente, que guardaremos la reserva del caso, dadas las circunstancias que vive la población y las dolorosas experiencias que nos ha contado.

Entonces, Don Vicente, con rostro adusto, determinó sitios, por él bien conocidos, donde con muchas probabilidades podrían estar los subversivos.

─En ocasiones, cuando salgo a hacer algunas diligencias, me he topado con pequeños grupos. Algunos de los muchachos se muestran cordiales y respetuosos, otros huraños y reservados; en alguna ocasión, uno de los comandantes me detuvo por más de media hora para hacerme preguntas acerca de las acciones de la policía y de los nombres de algunos ganaderos de la región. Con evasivas le respondí:

─No acostumbro averiguar la vida ajena ─le dije.

─Es mejor que conserve esa costumbre. Así podrá vivir muchos años más ─agregó con sorna, el guerrillero, como si fuera una advertencia.

Dos días después, dos soldados, vestidos de campesinos, recorrieron un buen trayecto de las laderas de la Serranía de San Lucas. En horas del mediodía, una fogata proveniente de lo que parecía ser un grupo de cabañas, les llamó la atención. Escondidos entre el ramaje de la selva, mediante un catalejo que portaban en una de sus alforjas, pudieron observar a varias personas, entre ellas dos mujeres, que vestían ropas camufladas semejantes a las usadas por el ejército.
Algunos portaban brazaletes rojos con negro en su antebrazo izquierdo.

─Hemos dado con los subversivos. Debemos regresar al campamento de inmediato ─dijo uno de ellos.

Cerca de tres horas les tomó hacer el recorrido hasta llegar al campamento. De inmediato informaron del hallazgo al Teniente y al Sargento.

─Mi teniente, estamos plenamente convencidos de que allí tienen un escondrijo los bandidos. No sabemos cuántos hombres puede haber en ese sitio; eran como las 2 de la tarde cuando los divisamos mediante el catalejo; es posible que algunos estuviesen descansando.

─Recuerde mi Teniente que algunos pobladores han sostenido que algunos de ellos, vestidos de civil, suelen visitar residencias, amedrentando a sus moradores para sacarles algún dinero o que le cedan sus animales. Ante el temor de alguna acción violenta no tienen otra opción que acceder a sus pretensiones─, le observó el Sargento.

De inmediato, el Teniente reunió a la tropa y le informó acerca del hallazgo hecho por los dos soldados.

─El sitio descubierto está a menos de tres horas de aquí, en las laderas de la serranía, hacia el occidente. Si les bloqueamos el camino podríamos evitar que se desplacen hacía Simití y, de ahí, huir por el Brazo de Morales, un río de buen afluente.

Con un mayor conocimiento de la zona, gracias a las informaciones suministradas por algunos de los pobladores, el teniente Palomino y el sargento Ortega pudieron plantearles a sus soldados las estrategias a seguir para sorprender a los sediciosos.

Quince hombres incursionaron por el occidente de la serranía; otros quince por la margen oriental y los veinte restantes, dirigidos por el Teniente, por la parte norte, sitio por el cual podrían escapar más fácilmente. El lado sur, plagado de escarpadas montañas, resultaba una verdadera muralla difícil de escalar.

Luego de marchar por más de dos horas y media, cercanas las nueve de la noche, los del grupo de vanguardia divisaron algunas luces y escucharon la cadencia de unas notas de un paseo vallenato. Informado el Teniente, quien comandaba el grupo principal, se dirigió hacia el sitio indicado. Pocos minutos después pudieron observar varios cambuches y dos carpas parcialmente iluminadas en su interior. A una señal luminosa que hiciera el Sargento, los integrantes de los grupos avanzaron.

Seis hombres, entre ellos Alejandro Logreira, se adelantaron silenciosos, para sorprender a cuatro guerrilleros que, vestidos de camuflados, montaban guardia en el lugar.

Tres de los cuatro vigilantes fueron sometidos fácilmente, pero uno logró percatarse de la presencia de los militares y lanzando reiterados gritos, comenzó a disparar el fusil que portaba en sus manos. Se escucharon tiros provenientes de ambos bandos y algunos gritos de dolor. Algunas granadas cayeron sobre los cambuches y una de ellas avivó el fuego en el que los sediciosos guardaban la gasolina y unos tanques de gas para el suministro de sus cocinetas. Gritos de angustia se escucharon, provenientes de su interior.

Tres soldados fueron alcanzados por el fuego de la metralla. Auxiliados por sus compañeros fueron retirados del lugar.

Cuando cesó el tiroteo, unos seis subversivos, entre ellos dos mujeres, con los brazos en alto, se entregaron al ejército.

Pero en el interior de los cambuches se contabilizaron cinco cadáveres y tres hombres con heridas múltiples. Dos cuerpos calcinados, irreconocibles, ocupaban parte de lo que fue el cambuche que estalló en llamas.

Cuando Alejandro y sus compañeros recogieron a los heridos, gracias a la luz proveniente de una potente lámpara de pilas, se detuvo a observarlos. Uno de ellos, quien lucía una espesa barba y había sido impactado por varias balas, le llamó la atención. Observó, sorprendido, que le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda.

─¿Cómo es tu nombre? ─le preguntó.

─Agustín ─dijo el hombre, balbuceando.

Entonces, Alejandro recordó que su hermano, cuando contaba unos quince años de edad, al picar una mata de caña, se había cercenado el dedo meñique de su mano izquierda.

Sorprendido, con su rostro apesarado y unas lágrimas en sus mejillas, se dirigió a donde estaba el Teniente, quien seguía al frente de sus soldados:

─Mi Teniente Palomino, uno de los guerrilleros heridos es mi hermano Agustín. Hacía más de seis años que no teníamos noticias de él. Presumíamos que un grupo guerrillero lo había secuestrado.

─¿Está usted seguro de lo que dice?─, preguntó el Teniente, con rostro adusto.

─Sí, mi Teniente. Lo escuché balbucear su nombre y le falta el dedo meñique de su mano izquierda.

─¿Sabía usted que él hacía parte de este grupo guerrillero?

─No, mi teniente. Ya le dije que hace más de seis años se le dio por perdido. Nunca tuvimos noticias de su ubicación, a pesar de que, tanto la familia como las autoridades, lo buscamos sin resultados positivos.

Los militares recogieron los heridos, que fueron trasladados al hospital de Santa Rosa del Sur. Un helicóptero los llevó, al día siguiente, a la ciudad de Barrancabermeja, la ciudad más cercana al lugar del combate.

En vano fueron los esfuerzos de los médicos por salvar la vida de Agustín, quien falleció tres días más tarde.

La noticia se la comunicó el Teniente a Alejandro. Sentado en una piedra, con el rostro tomado entre sus manos, permaneció Alejandro por largo rato, meditando acerca del final de Agustín. Una duda perturba su mente: ¿Tal vez fueron las balas que él disparó las causantes de las heridas que recibió su hermano y que le causaron la muerte?

El Teniente, comprendiendo la situación, le permitió viajar a Barrancabermeja. Acompañaría el cadáver hasta el poblado donde habían nacido.

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

 

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