Por: Jesús Dapena Botero[1] -Foto-
Médico Psiquiatra
Hace muchos, muchos años, era como empezaban los cuentos que nos relataban nuestras madres, nuestras tías o nuestras abuelas, portavoces de toda una tradición oral con los que nos inscribían en la cultura y nos hacían, a través de sus narraciones extraordinarias, soñar con ser los héroes de legendarios cuentos populares, más gustosos mientras más inverosímiles fueran; hoy voy a relatarles un cuento de esos, con la diferencia de que hace parte, no ya de una leyenda, sino de una historia que ha pasado ignorada, de seguro para casi todos; sin embargo, creo que, hoy por hoy, requiere ser narrada con más urgencia que nunca como una historia digna de ser contada.
Doy gracias a la vida de que podamos contar con la presencia de una de sus protagonistas, la doctora Luzmila Acosta de Ochoa, a quien, es obvio, dedico esta ponencia y aprovecho también para dedicarla al doctor Héctor Ortega Arbeláez y al doctor Jaime Barona Gaviria, quienes estuvieron en la base de mi formación.
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Eran los tiempos en los que ya habían caído las viejas tapias del manicomio de Aranjuez, de la casa de locos, para dar paso a un progreso bastante entrecomillado; un nuevo edificio se levantaba en las laderas bellanitas; se trataba de una construcción con muros de material – como decían los viejos constructores -, un sitio al que si llegaba el lobo podía soplar y soplar y soplar sin derrumbar la casa; la institución se albergaba en una arquitectura más fuerte que los viejos asilos europeos, a prueba de asaltos y motines, bajo el modelo de los hospitales estatales de los Estados Unidos de América.
Pero las personas, a quienes dedico esta charla, venían de allí, de un país del Norte, que había recibido la peste – entre comillas – de un Freud, cuando el médico vienés viajara a Clark para introducir el psicoanálisis en América y, también, otros muchos europeos, llegaban allí, con modelos más humanos, obligados a abandonar el viejo mundo, para huir del totalitarismo nazi. Muchos de esos personajes habrían sido maestros o maestros de los maestros de los psiquiatras, a quienes rindo este homenaje.
En aquellos tiempos, de los que hablo, aún no sonaban los gritos de protesta de una antipsiquiatría que, a algunos de nosotros, hijos de una generación posterior, nos llegaría hasta el alma; aún, no nos habían llegado las historias y arqueologías de un Foucault, apenas si Laing estaría escribiendo su primera obra, El yo dividido, para mostrarnos cómo el individuo, que se siente extraño a sí mismo, se fabrica una apariencia, un falso self, un falso sí mismo, para defenderse de la desesperación, esclarecimientos que, de seguro, tomaba prestados de Winnicott, uno de los grandes psicoanalistas de la historia del saber freudiano; Cooper aún no había creado su célebre Pabellón 21, un lugar distinto, en un vasto hospital psiquiátrico de la periferia de Londres, bajo la inspiración de Jean-Paul Sartre, su fenomenología y su dialéctica de la existencia, cuestionadoras de la razón, y de ese juego clasificatorio de la psiquiatría, en el que los seres humanos dejan su condición de hombres para convertirse en rótulos diagnósticos, TAB, TEC, TOC, tan gratos a nuestra psiquiatría contemporánea; apenas sí Franco Basaglia comenzaba a ser el director del Hospital Psiquiátrico de Gorizia, una pequeña ciudad italiana en los límites con Yugoslavia, centro de salud mental, que empezaba a organizar, bajo la inspiración de las comunidades terapéuticas de Maxwell Jones, que se habían expandido por Inglaterra y los Estados Unidos de América, para llevar a cabo una nueva práctica psiquiátrica que incluyera lo sociológico, como elemento terapéutico, para sacar al loco de su condición enajenada y alienada, que lo convertía en una especie de desechable, de excluido y marginal, para ser encerrado por siempre en centros manicomiales.
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En la ladera noroccidental del Valle de Aburrá, el Hospital Mental de Antioquia abría sus puertas como lugar de confinamiento y terapéutica de la locura, cuando la doctora Luzmila llegara a trabajar allí.
El sanatorio tenía sus más y su menos; no dejaba de ser aún el lugar del Gran Encierro foucaultiano; si bien los locos, liberados por Pinel, no estaban encadenados y, por moderno que fuera, había allí muchísimo de la vieja estructura nosocomial.
Jamás olvidaré el horror y la piedad que me producía ver la fila de enfermos y enfermas ante una mesa en la que un compañero de asilo yacía en una camilla, para que un ayudante de enfermería, un auténtico loquero, pusiera unas terroríficas tenazas sobre las sienes del coasilado y lo hiciera convulsionar bajo el impacto de la corriente eléctrica de un electrochoque, sin anestésicos ni curarizantes, un procedimiento que podía provocar fracturas vertebrales y, aún la muerte, de aquellos seres encerrados en el hospicio; todavía había inmundas celdas malolientes donde los necios agresivos, los locos perturbadores, esos hombres sin razón, eran encerrados supuestamente por una razón irracional; tal vez, las viejas camisas de fuerza ya empezaban a ser abandonadas para dar paso al mundo de las fenotiazinas pero, al menos, el maniático, por masificado que estuviera, así fuera despojado de sus ropas para que le pusieran una bata de chiflado y algún psiquiatra mandara raparlo para evitar epidemias de piojos, en acciones que atentaban contra la identidad del sujeto, quedaba algo de ella: los locos tenían nombres y apodos propios, Julia, Adela, Toño o Juancho ya que, hasta finales de la década de 1970, fueron muchos los que vivían allí, año tras año, y algunos se convertían en personajes inolvidables como la anciana Dolly, que esperaba diariamente la visita de Rosita de los Ríos, una enfermera de grandes dotes humanas y profesionales que dedicó su juventud a los enfermos mentales para, juntas, celebrar la ceremonia de tomar el té y fumar cigarrillos rubios sin tener que hacer la fila, en la que otros asilados recibían su ración de cigarrillos de unos enfermeros, quienes los cortaban de un inmenso rollo de un asqueroso tabaco negro; así, Dolly saboreaba la bocanada de humo americano y también las palabras que, con su boca desdentada, usaba para armar sus fabulosas historias en las que expresaba sus delirios de grandeza, de gran dama aristocrática, en una “conversación entre señoras”, tal vez como el último rescoldo de una identidad que tendía a disolverse dentro de los muros manicomiales.
El enfermo mental, por masificado que estuviera, por insignificante que fuera, al menos no era un miembro de una serie inscrita en una entidad prestadora de servicios en salud, EPS , para ser atendido, a lo sumo media hora, cada cuatro meses, y aplicarle un Piportil o un Prolixin, darle un haloperidol o una fluoxetina como si fuera un pasajero, casi por completo anónimo, que hace serie en la fila de un bus, sin poder hacer ningún tipo de vínculo ni con sus congéneres ni con un doctor acosado por una psiquiatría postindustrial [2], basada en la venta de servicios, en la privatización masiva, al servicio del capital o de empresas con ánimo de lucro, para volver a una infinita soledad de la que sólo puede escapar con la presencia de los seres que alucinan en sus solitarios habitáculos, como lo he constatado tantas veces en los consultorios de muchas de esas instituciones, trastocadas por una medicina neoliberal, con su sistema implacable de ganar dinero, para las cuales, una buena atención psiquiátrica resulta más cara que las grandes cirugías o la atención en cuidados intensivos, sin que yo haya logrado entender el por qué de ese juicio que hace que muchas las EPS´s quieran sacarle el cuerpo a la atención de los enfermos mentales y mantengan a la psiquiatría en la condición de cenicienta de la medicina.
Cuando yo era jefe del servicio A-mujeres, por aquel entonces, y pretendíamos en nuestro equipo de trabajo, hacer un intento de comunidad terapéutica que funcionara como una especie de sociedad de locos inspirados en esa antipsiquiatría criolla de Alfredo Moffat [3] y Wilbur Grimson [4], en ocasiones nos encontrábamos en los pasillos del pabellón la doctora Luzmila y yo y conversábamos de alguna cosa.
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Un día me contó algo que me pareció supremamente hermoso ya que, cuando ella era una residente latina de psiquiatría en los Estados Unidos, una joven doctora sin demasiados recursos en el habla inglesa, le encargaron que le leyera El Principito de Antoine de Saint-Exupéry a un esquizofrénico para iniciar una terapéutica que le permitiera al hombre establecer un vínculo con el otro e intentar sacarlo de su terrible aislamiento. Ella, entonces, le leía aquello que hace más hermoso el relato alegórico de Saint-Ex, ese pasaje cuando el muchachito se encuentra con el zorro, al que el niño invita a jugar porque se siente triste, invitación que el animal no acepta en tanto y en cuanto dice no haber sido domesticado, frase de la que el pequeño ignora el significado y que el zorro aclara al describirla como una cosa demasiado olvidada que quiere decir crear vínculos, en una explicación que el animal amplía con las siguientes palabras:
Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas a mí. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás único en el mundo. Seré para ti único en el mundo.
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El principito comprende que hay una rosa que él cree que lo ha domesticado.
Ya en 1943, Saint-Ex, con su mirada rescatadora de lo humano en esta tierra de hombres, nos advertía, a través del zorro, algo que, de pronto, pasa con las entidades de salud, que nos obligan a trabajar macheteramente:
Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!… Hay que ser paciente. Te sentarás al principio un poco lejos de mí… Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malos entendidos. Pero, cada día podrás sentarte un poco más cerca… Los ritos son necesarios.
Y así, con esta conversa, como diríamos lo paisas, el zorro, un día dijo adiós al principito mientras le comentaba:
He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos… El tiempo que perdiste con tu rosa hace que la rosa sea tan importante… Los hombres han olvidado esta verdad… Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de aquello que has domesticado. [5]
Así, la doctora se acercaba para domesticar, en el mejor sentido de la palabra, a ese esquizofrénico que le habían asignado; pero… dejémoslos ahí para ir con la otra historia, que creo que es la más digna de ser contada.
La novel doctora llega a las lomas de Bello, por allá en los años finales de la década que transcurre entre 1950 y 1960; el hospital está recién construido y se espera que sea un signo del progreso antioqueño, que se ha atrevido a tumbar las tapias del manicomio y afortunadamente, hoy en día, convertido en una importante biblioteca al servicio de la comunidad.
A la nueva psiquiatra le asignan un pabellón de locos varones. Entre ellos hay uno que llamaremos Pedro Jaramillo, para ocultar su verdadero nombre y conservar el sabor de estas montañas nuestras, al que todos llaman Pedrito, un hombre con veintitrés años de internamiento a cuestas, que corre desesperado por los pasillos mientras trata de exorcizar a sus perseguidores con sus clamores a María Santísima, como un verdadero condenado a estar ahí, en este valle de lágrimas, sin ningún proyecto que dé sentido a su vida.
La doctora lo entrevista y el asilado le cuenta que él es un abogado.
La médica escucha, entiende y comprende que esa historia no hace parte de un delirio, que hace parte de una realidad material, muy lejana a una verdad restituida a través del pensamiento delirante y, a sabiendas de que la cosa es así, ordena que en adelante nadie más le diga Pedrito, sino doctor Jaramillo, al que escucha para ir en busca de la reconstitución de una realidad perdida.
Esta actitud terapéutica enaltece al sujeto, que deja de ser el loquito del hospicio para convertirse en un hombre con la dignidad recuperada; pero, tal vez, tanta belleza hace que el doctor se envalentone un poco.
La administración del asilo está en manos de unas religiosas que sirven de conserjes, celadoras y vigilantes, mientras manejan el hospicio y enraizan la minoridad del loco en la alienación de su persona y, a lo mejor, sin ser muy conscientes de ello, las monjas ejercen su dominio, como lo señalara Foucault en su historia de la locura.[6]
Como el Hospital Mental está asentado en la loma de la vertiente occidental de nuestro valle, los pabellones se comunican por faldudos y empinados caminos, que los chiflados han de escalar para transportar de un lugar a otro “revuelto” para la cocina, mientras empujan carretillas cargadas de mercado; pero, si encuentran una monja, han de detenerse, hacer una venia y rezar una jaculatoria ante ella, así casi tengan que desafiar las leyes de la gravedad para que la carreta no siga cuesta abajo.
El doctor, que antes se sometía al humillante ritual, que sólo había de servir para enaltecer el narcisismo de la monja, se rebela y delante de la religiosa le dice al otro hombre que lo acompaña:
– ¡No me creás tan pendejo que voy a arrodillarme ante una vieja que se aprieta las tetas y no ha conocido varón!
La indignación de la reverenda frente a este hombre rebelde es atroz.
-¡Este condenado loco merece castigo! ¡Algo debe fallar en su tratamiento! – refunfuña la hermana, quien va en busca de la psiquiatra para quejarse y demandar que se le pongan electrochoques o se contemple la posibilidad de una lobotomía.
La doctora escucha con paciencia, promete hacer algo y cuando la sor abandona el consultorio, va al archivo, saca la historia y anota:
El doctor Pedro mejora.
La mejoría continúa; en alguna de las entrevistas el hombre le cuenta a su terapeuta que él ha escrito una tesis de grado como abogado, acerca de la criminalidad en la epilepsia, asunto que interesa a la médica, quien llama a la mujer del legista para solicitar que le presten su tesis del jurista.
La señora muy molesta le dice que ya ha tenido bastante con las locuras de su marido, que ha sido un remedio para ella y su familia que ese loco esté encerrado en el manicomio, que ella ha destruido todo lo que quedaba de él.
Buena alerta para saber que es preciso intervenir con la familia y esa intervención permite que el doctor vuelva a su casa en los fines de semana. Pero, entretanto, la doctora se acerca a la biblioteca de la Universidad para buscar la tesis y leerla de pasta a pasta.
De nuevo vuelven las quejas con Pedrito; el doctor ha traído en sus bolsillos una botella de aguardiente. ¡Qué escándalo! La doctora espera que se calmen las cosas en el servicio y llama al doctor Jaramillo a quien explica:
-Doctor, usted sabe que, en nuestro hospital, los pacientes no pueden tomar trago; yo voy a solicitarle que traiga la botella y llamaré a otros colegas para que hagamos un brindis y así todos nos tomaremos tan sólo una copita.
El doctor acepta y todos brindan.
Como el alivio continúa, la doctora habla con unos abogados amigos y propone tanto a éstos como al paciente que el doctor pueda salir del hospital para convertirlo el pabellón en una especie de hospital de noche mientras el hombre trabaje como secretario del bufete de abogados y vaya de nuevo reencontrándose con la praxis de su oficio.
El estar en su medio permite que el abogado recupere su interés por la profesión; ahora del fin de semana no trae aguardiente sino libros que compra, de derecho laboral, de tal modo que en poco tiempo el hombre vuelve a su verdadero oficio, designado juez de circuito, trabajo que asume hasta su muerte, por completo reintegrado a la familia y al medio, para darle a sus parientes un apartamento en un buen barrio de la ciudad.
Recuperado al mundo de la justicia, como una especie de Schreber, el neurópata, cuyas memorias sirvieran a Freud para hacer posible una psicoterapia de la psicosis, al acercarse a la verdad del delirio, en un tiempo en el que la clasificación encerraba a los locos, en el doble muro de una taxonomía, al estilo de las de los coleccionistas de insectos, y dentro de las tapias del manicomio, en un casi absoluto nihilismo terapéutico.
El doctor Jaramillo ya no necesitará hacer coro al poema de Jacobo Feijman, el amigo de Jorge Luis Borges, que pasara encerrado por siempre en el interior de una casa de locos:
El patio del hospicio es como un banco
a lo largo del muro.
Cuerdas de los silencios más eternos.
Me hago la señal de la cruz a pesar de ser judío.
¿A quién llamar?
¿A quién llamar desde el camino
tan alto y tan desierto?
Se acerca Dios en pilchas de loquero,
y ahorca mi gañote
con sus enormes manos sarmentosas;
y mi canto se enrosca en el desierto.
¡Piedad!
Si alguna vez Pedro Jaramillo quiso recitar algún poema parecido, el azar hizo que la doctora y él se encontrasen, que su palabra fuera escuchada, no para quedarse en verbo ni en teoría, sino para transmutarse en práctica, en acción, en una época, en la que los médicos, conscientes o no, podíamos convertirnos aún en agentes de cambio, comprometidos en una profunda relación con el sujeto, la sociedad y sus conflictos más relevantes; cuando teníamos voz en un debate cuestionador de la cultura y la civilización, para expresar nuestras opiniones, nuestros acuerdos y nuestros desacuerdos, lo cual abría un espacio a la ilusión y la esperanza ya que, de alguna manera, nos sentíamos con una responsabilidad humana frente a un mundo en transformación, retados por los problemas de nuestra época en un mundo convulsionado, siempre conscientes, de algún modo, de que estábamos dentro del la Historia, con mayúscula, haciendo historias, por minúsculas que fueran, a través de las pequeñas acciones que realizábamos a lo largo de nuestra vida como sujetos activos en la construcción del devenir histórico, de una historia humana que nos rescatara en medio de los acontecimientos a los cuales procurábamos entender de alguna forma, antes de que una neopolítica pretendiera dar por sentada la frase lapidaria del fin de la historia, a la manera de Fukuyama[7], para adentrarnos en un mundo de manipulación y dominación cultural en el que locos y cuerdos, enfermos de normalidad, metidos dentro de una siniestra curva de Gauss, de estándares estadísticos, quedáramos tan alienados, tan enajenados, los unos como los otros. [8] [9]
Es por ello que he querido llenar de significados la calle que lleva el nombre de la doctora Luzmila con una historia, en apariencia sencilla, que da cuenta de una persona plenamente responsable de su saber, quien se atreviera a permitir al otro, a su semejante, a transitar por el camino de su liberación, un asunto que bien valdría que los sujetos de ahora retomáramos para salir de nuestra alienación y volver a ser dueños de nuestras propias decisiones, de nuestras vidas; pues, aunque se le haya dado el requiscat in pacem a la historia, por más que nos sintamos en medio de una sociedad programada, pues aquella ni ha terminado ni ha muerto, si aún tenemos la energía suficiente para luchar contra una tecnología de la organización económica, social y política, que se ubica por encima de nuestra dignidad y nuestra libertad, enredados en una red empresarial emergente, en la que hemos de medio movernos en una loca carrera contrarreloj[10] [11], siempre y cuando consideremos que si la dialéctica de la historia se detiene, se interrumpe la dialéctica de la vida.
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[1] Conferencia dictada en Medellín, en el auditorio de Comedal, el 28 de mayo del 2008.
[2] Touraine, A. La Sociedad Postindustrial. Editorial Ariel, Barcelona, 1969, 237 pp.
[3] Moffat, A. Psicoterapia del oprimido. Ecro, Buenos Aires, 1974, 279 pp.
[4] Grimson, W.R. Sociedad de locos: experiencia y violencia en un hospital psiquiátrico. Nueva Visión, 1972, 298 pp.
[5] Saint-Exupéry, A. El Principito. Emecé Editores, Buenos Aires, 1993, pp. 65-74.
[6] Foucault, M. Historia de la locura en la época clásica. 2 tomos. Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 984 pp.
[8] Uribe Merino, C. Por los caminos de Sartre. Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2005, pp. 24-26
[9] Fukuyama, F. El fin de la historia y el último hombre. Editorial Planeta, Bogotá, 1992, 474 pp.
[10] Touraine, A. La Sociedad Postindustrial. Editorial Ariel, Barcelona, 1969, 237 pp.
[11] De la sociedad moderna a la sociedad postindustrial. www.cct-clat.org/socmoderna.ppt